sábado, 15 de agosto de 2015

Portal a Tuya: "Orillando la vida"


            ¡Hola a todos! ¡Feliz de estar compartiendo mis cosas con todo aquel que se sienta interesado! Desconozco sus voces, sus rostros, sus vidas, sin embargo me siento acompañada por cada persona que visita mi blog.

            Ayer, a Raúl le salió un viaje hasta San Luis.
            Estuve angustiada porque nuestra “gatita” de un año no aparecía; le pregunté a cuantos pude si la habían visto y ¡nada! Una vecina de a la vuelta me dijo: “No te preocupes, Fianza, seguro que se fue porque anda alzado y cuando se le pase vuelve a la casa, tal vez rotoso, pero regresa seguro”. Le dije que era gata, muy cariñosa y que era la primera vez que faltaba. Se llama Frutilla. La encontramos maullando por toda la cuadra, con frío y hambre; era (y es) un hermoso y abultado pompón gris, con pelo abundante y largo. Me apena pensar que esté pasando frío o hambre, ¡le gusta meterse en todas las camas cuando les da el solcito!...
            Bueno, paso a contarles otra cosa. Ayer me llamó Frida Puelza, una mujer de 59 años que es la encargada del hogar de ancianos y del Centro de Día (donde van los jubilados a comer, les cortan el pelo, los atiende la podóloga, hacen labores y se acompañan en la vejestud). Frida tiene una voz chillona de gata histérica, pero un corazón grande como una casa; es bastante ordinaria porque no dice “nos vamos” sino “los vamos”, no dice “la borra” (del café) sino “la burra” y todo más o menos así. Pero, bueno, perfecto no hay nadie. La cuestión es que Frida, que hace mil cosas por los viejitos, me dijo por el celu: “¿Por qué no te venís a contarles una historia a los abuelos? ¡Ellos te extrañan y preguntan por vos!...” Le dije que sí, que hoy pasaba.
            Como mi difunta madre siempre me inculcó con amor, el no ir a ninguna parte con las manos vacías, pensé: “¿qué podré llevarles, que alcance para todos y no me salga muy caro? ¡Ya sé!”, me dije, y me decidí a hacer sufganiot. Son como las berlinesas, hechas con levadura y tienen un corazón de mermelada; fritas y espolvoreadas con azúcar común: ¡Una delicia!
            Raúl andaba dando vueltas en la cocina, preparándose la vianda para el viaje y recargando la yerbera y la azucarera que lleva en el camión; no paraba de hablarme y darme pellizcaditas en la cola. Yo había empezado a preparar los ingredientes para las sufganiot pero no me podía concentrar; cuando mi marido me revolotea, me pongo nerviosa y me excito. La cuestión es que tenía que poner un kilo de harina y 50 gr de levadura y puse tres kilos de la primera y 150 gr de la segunda. Amasé, amasé y amasé… y freí hasta la tardecita. ¡Hice frituras como para un regimiento! El tema era dónde ponerlas para llevarlas al asilo; en la mesa había ocho fuentes repletas. Pensé un ratito y me acordé que en la piecita de los cachivaches tenía guardado el moisés de Marianita. Lo busqué y de un tirón le arranqué los moños y volados. Lo forré por dentro con papel madera y puse allí todas las tortitas; en ese momento me acordé que Frida me había pedido que le llevase una jarrita medidora en préstamo, así que la encimé a las masas y tapé todo con un mantelito de hilo.
            Esta mañana tempranito, luego que Marianita se fue para la escuela, Gonzalo al taller y Flor para su carnicería, me emperifollé un poco, agarré el moisés de las manijas y me fui caminando tranqui, rumbo al hogar. Obligadamente pasé frente a la escuela, porque la casa donde albergan a los viejitos está ahí nomás. No quería que me viera pasar Marianita con su moisés bajo el brazo y olor a fritanga. “¡Seguro que se muere de vergüenza y no me lo perdona!”, pensé. Detrás de mí, venía una caterva de perros atraídos por el aroma a tortas; me hacían sentir mal, así que les sacudí con un par de ellas y apuré el paso para dejarlos atrás. Cuando estaba en el punto crucial (frente a la escuela), me la encontré a la directora que estaba poniéndole un tutor a un rosal (nos conocemos de la primaria con Olga Schú); no más verme, abrió su bocaza y a grito pelado me dijo: “¡Fianza, qué alegría verte! ¡Qué aroma se desprende de esa canasta! ¿Qué traés?”, me preguntó, y le mostré. “¡Uy, qué bueno, che! ¡Pasá, pasá!”, me decía mientras me empujaba chocha hacia adentro. “¡Esperá que ya salen los chicos del recreo y les podés repartir vos misma; ahora te traigo un rollo de cocina, así se las das envueltas y no engrasan nada!”. “¡Son sequitas!”, le contesté, paralizada por el espanto y el pánico de enfrentarme a mi hija, que según Olga sería el último curso en salir, porque estaba de examen. Sonó el timbre y de golpe aparecieron todos los adolescentes bullangueros y se vinieron derechito a mí; las manos no me daban abasto para servirles. ¡Parecían langostas! Encima, a ese malentendido se le sumó otro: puse frente al canasto la jarrita de medidas para poder sacar las sufganiot sin obstáculos y resulta que un chico puso una moneda de dos pesos y el resto creyó que las estaba cobrando e hizo lo mismo. La jarra se llenó de monedas. Finalmente, salió el curso de Marianita; ella venía caminando por la galería, acompañada de Tamara y de Pilar (sus amigas desde siempre). Mi hija estaba blanca como el papel y no dejaba de verme; me temblaba la pera y las rodillas y se me aguaban los ojos, porque sabía que mi presencia afectaría a mi hija. Entiendo esa etapa de los adolescentes, no es que desprecien lo que una hace o se avergüencen de los padres; es una edad muy difícil. Nosotros ya somos grandes y tenemos experiencia en la vida; ellos recién empiezan y suelen estar confundidos. Hay que entenderlos. Los padres tenemos la obligación de ser pacientes con nuestros hijos y no hacernos las víctimas y buscar jaleo. Por supuesto que hacerle frente a las tormentas de conducta de nuestros hijos, puede parecernos que nos va a hacer zozobrar el barco, pero hay que seguir: ¡Mano firme en el timón, con el corazón rápido para perdonar y la mente abierta para comprender! La cuestión fue que a medida que Marianita acortaba el tramo que nos separaba, su cara cambió del blanco al rojo y se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando estuvo frente a mí, con la voz entrecortada por la angustia, me chilló: “¿Por qué me hacés esto, má? ¡Puta mierda, carajo!”, escupió enojada, dio media vuelta y yo me quedé con la sufganiot en la mano y el brazo extendido; a esa altura no pude retener las lágrimas, ni aunque hubiese usado “la gotita”.
            Se fue con sus amigas que la abrazaban para consolarla; Tamara se volvió y manoteó la torta y mientras se la ponía en el bolsillo del buzo le decía a mi hija: “¡Tu vieja es lo más, Marianita! ¡Posta que están buenas las bolas de fraile!”. Pilar también le decía que yo era re buena onda por haberme preocupado y haber llevado bolas de masa a la escuela y por haberles ahorrado los cinco pesos que les sale un alfajor, y terminó diciendo: “y andá a saber con qué los hacen”.
            Cuando todos los chicos desaparecieron de mi vista y la galería quedó pelada, recién pude aflojarme un poco y me limpié la cara con el mantelito de hilo; llamé a la portera y le pedí una fuente para poner el sobrante y poder llevarlo a la salita de té de las profesoras. Agarré la jarrita con las monedas y me fui a Dirección; las volqué sobre el escritorio de Olga y formé diez pilitas de diez monedas de dos pesos. “¡Ahí te las dejo!”, le dije a la directora. “¡Son para colaborar con los gastos de la escuela, suman doscientos pesos!”. Olga estaba masticando unas sufganiot y con la boca ocupada me decía que estaban ¡bárbaras, riquísimas! Me miró preguntándome qué me pasaba porque me vio la cara enrojecida; le dije que era alergia y me contestó que todo el mundo andaba igual. Suspiré y con la jarrita en mano salí de la dirección para buscar el moisés e irme; Olga me volvió a llamar, me dio las gracias y me preguntó si había visto en Facebook el tema de las granjas de osos en China. La miré sin comprender a qué se refería y le contesté que no tengo Facebook. “¡Ahhh, no sabés lo que hacen estos chinos hijos de puta!”, me dijo. “Tienen granjas de osos a los que les ponen unos aparatos en el abdomen, los encierran en jaulas y todos los días les sacan bilis para hacer medicamentos, que se pueden hacer igual de forma sintética. ¡Los pobres osos son torturados, sufren mucho! Hay muchos médicos chinos que están en contra de esta práctica, pero no les dan bola”, me aseguró. “¡Pero esperá que te cuento lo peor! Resulta que una osa que estaba también con esos tubos permanentes que llevan en el cuerpo, oyó como gritaba el osito, su hijo, porque le dolía tremendamente que le sacaran la bilis; se escapó de la jaula y corrió hasta donde estaba su cría y lo ahogó en un abrazo; después, ella se dio tantas veces contra la pared, que se mató”. Yo no podía articular palabra, lo que me contó Olga fue como la frutilla del postre. Ya no me cabía más pena en el corazón, así que tomé el canasto, me fui corriendo a casa y me tiré a la cama a llorar. Parece que me quedé dormida; tipo once de la mañana sentí que alguien golpeaba la puerta de calle como para tirarla abajo. Medio aturullada empecé a escuchar: “¡Fianza! ¡Fianza abrime, soy Maruca, te traigo algo que te va a alegrar, abrime!”.
            “¡Voy, voy!”, le contesté aturdida mientras atravesaba el comedor, pensando que una alegría era lo que necesitaba para sacarme el gusto amargo de la tristeza; apuré el paso y le abrí. Maruca traía una caja de cartón bajo el brazo, llena de agujeros, y noté que algo se movía adentro. Pensé si no sería una gallina, porque yo anduve comentando por ahí que quería comprar ponedoras. “¡Pasá!”, le invité. Ella puso la caja en el piso y la abrió. Como impulsada por un resorte y con las uñas afuera, saltó mi hermosa “gatita” extraviada. No la pude parar, estaba re-nerviosa y se fue como un rayo hasta la pieza para meterse debajo de las frazadas de mi cama. Maruca me dijo que la encontró sobre el techo de su galponcito y que maullaba sin poder bajar porque la estaban esperando sus perros rotuailer. Le agradecí por habérmela traído y la convidé con una subganiot que había conservado para los chicos. “¿Cómo se llama tu gato?”, me preguntó intrigada. “¡Frutilla!”, le contesté. “¿Frutiiilla?”, me dijo con exageración, como si le hubiese dicho Hitler o Cristina o qué sé yo quién. “¡Sí, Frutilla!”. “¡Ahhh!...”, me dijo mientras se quedaba masticando pensativa. Maruca es inteligente, pero funciona a dos tiempos; con ella también hay que tener paciencia. Terminó de tragar y me miró con el ceño fruncido y cara de trágica, para preguntarme si le había visto los huevos que tenía mi minino. “¿Qué huevos?”, pregunté angustiada, “¿dónde?”. “Y… ¿dónde van a estar? ¡Salame!”, me saltó. Corrí a la pieza pensando que alguien me había golpeado a mi gatita hasta sacarle chichones o que le habían salido bultos malignos que por tanto pelaje que tiene, yo no había podido detectar. Mientras trataba de sacar con esfuerzo a la gata de debajo de las sábanas, ella clavaba las uñas en la tela para resistirse. Grité: “¡Maruca vení, decime dónde, ayudame que la gata está terrible!”. Mi vecina me miró como quien mira a una tarada y de un saque levantó las frazadas, agarró a Frutilla de las patas y la inmovilizó poniéndola boca arriba; buscó una de mis manos y la guió hasta la ingle del animalito, diciéndome: “¡Ahí están los huevos, zopenca!”. Yo retiré la mano enseguida y mi “gatita” se hizo un bollo para después desaparecer entre las mantas de la cama de Flor. Temerosa, le pregunté a Maruca: “Entonces… ¿es algo operable eso?” (ella tiene varios animales y sabe mucho). “Depende…”, me contestó. “¿De qué?”, quise saber. “¡De si querés un gato castrado, Fianza!”, me chilló perdiendo la paciencia. Después me preguntó si yo era o me hacía, porque todavía no caía que Frutilla es macho. Nunca miré, pensé que era gatita… “¡Bueno!...”, se despidió Maruca, “¡me voy, ya cumplí! Ahora tenés un gato macho que tiene nombre de fruta…”.
            ¡Todavía no salgo de mi asombro! ¿Frutilla no es nena? ¡Y yo que siempre le puse lacitos rosas! (Pobre…) Bueno, lo importante es que apareció y lo amamos.
            Retomo el blog para contarles que después que se fue Maruca, fueron llegando mis hijos para almorzar; Flor trajo bifes de chorizo y yo preparé una coliflor con salsa blanca y queso rallado, gratinadita al horno. Les conté todo lo que me había pasado esta mañana y me puse a llorar. Los tres chicos me abrazaron para consolarme y Marianita me pidió perdón; además, dijo que está orgullosa de tener una madre piola como yo.
            Obvio que todos fueron a inspeccionar las partes pudibundas de Frutilla y se rieron diciéndole: ¡macho viejo, nomás!”. Los chicos limpiaron la cocina y me dijeron que me fuera a descansar.
            Me despido de ustedes, esperando no aburrirlos con mis cosas.
            Les comento que cuando me levante de siestear, iré a la pelu a hacerme el planchado (¡espero que esta vez no me quemen la oreja con la planchita como la vez pasada!). Esta noche viajo a Buenos Aires, voy a consultar a un médico naturista que me recomendó la mamá de Tamara, Aurelia. Ella es enfermera y dice que este doctor hace buenos tratamientos para el dolor de espalda.
            Los saludo con todo mi cariño y les digo: ¡hasta pronto!
           
                        Fianza Menditelli



P.D.: Llamó Frida Puelza porque no fui al hogar; no quise contarle por teléfono lo que me había pasado y le aseguré que iré el lunes. De paso, les aclaro que de los viejitos que están en el hogar, ninguno tiene familia; en Tuya honramos a nuestros mayores y cuando sus fuerzas decaen estamos sus familias para sostenerlos y cuidarlos hasta que se van al cielo.

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