¡Hola amigos!
Les cuento que ya fui a lo del doctor Chau-Ming; me revisó y me dijo que lo que
tengo no son problemas óseos, sino de musculatura; dijo que estoy tan
contracturada que necesito urgente un masajista, me cobró 300 pesos y me dijo
que me fuera tranquila.
Cuando salí del consultorio llamé a Rosita, una prima segunda que vive en
Buenos Aires desde que se casó; es nacida en Tuya, pero en algún momento de su
vida sintió que el pueblo y tanta simpleza la asfixiaba y se vino a la Capital;
a los pocos días conoció a Hernán y se enamoraron irremediablemente. Se
juntaron y varios meses después se casaron; de esto hace ya diez años. Rosita
no puede tener hijos y hará cinco años, más o menos, tuvo una crisis
existencial por ese tema y casi se separa. Tenía un raye impresionante, ¡pobre!
Ella es re-buena, siempre está alegre y tiene un corazón de oro y cero maldad.
Ahora parece que su matrimonio marcha sobre ruedas, que son felices y que le
encontraron la vuelta para amarse por sobre todas las cosas que les puedan
afectar o lastimar, como el hecho de no poder ser padres. ¡Pensar que Flor
decidió no tener hijos y tal vez, ella sí pueda!
Quedé con Rosita que tipo dos nos encontrábamos para almorzar (ella me invita a
quedarme en su casa, pero yo prefiero el hotelito). A diferencia de ella, a mí
me hace feliz vivir en Tuya y también darme cuenta del contraste entre una vida
relativamente tranquila y otra totalmente desquiciada; hago este comentario
porque cuando vengo a Buenos Aires, parece que la ciudad y su gente me van a
tragar de un bocado.
Mientras esperaba el colectivo local, miraba a la gente por las calles y
veredas; todos parecen autistas, van hablando por el celular, caminan apurados
e indiferentes, tienen la mirada desconfiada, no sé… En esta ciudad se nota
bien clarito que les han sembrado tanto el miedo, que los han aislado a unos de
otros; muchas personas están rodeadas por un abismo y hay escasos o ningún
puente para llegar hasta ellas.
En Tuya nos conocemos todos y también “hay de todo”. No voy a decir que allá es
un paraíso, porque a veces hay despelotes y peleas, pero cuando hay que unirse,
lo hacemos y todos tiramos parejo.
A eso de las once de la mañana, después de lo del doctor, sentí frío y decidí
entrar a un café Martínez (así se llama y está en la avenida Santa Fe). Pedí un
café con leche con una porción de torta de ricota ¡asquerosa! (¡parecía de goma
Eva!). El lugar se fue llenando de gente y resulta que entró un hombre con una
nena de dos años (más o menos) cargada sobre sus hombros; detrás venía otra
nena de siete años (calculé). El tipo ofrecía pañuelos carilinas, cinco
paquetes por 10 pesos; saqué cuentas y no podía ser porque en cualquier negocio
sale 2,50 el paquete. Me picó la curiosidad y no le saqué los ojos de encima;
cuando vino a hacer circo a mi mesa y aunque me apenaron las nenas, lo rocié
con DDT y no molestó más. A los cinco minutos (el tipo seguía dentro del
local), una mujer se agarraba la cabeza y gritaba que le habían robado la
cartera que tenía colgada en el respaldo de la silla. Yo vi cuando la nena más
grande del “vendedor ambulante”, manoteó algo y salió corriendo. La señora
estaba desesperada; dijo que en la cartera tenía las llaves, los documentos, el
teléfono, dinero y un GPS. Por las dudas miré en mi bolso si el mío seguía
allí, si no, ¡estaba frita! En Buenos Aires me pierdo, amén de que en mi cabeza
los planos de catastro se invierten y cuando tengo que enfilar para el norte,
agarro para el sur, por eso ando con teléfono con GPS. Cuestión: ¡a ese café no
voy más, dejan entrar a cualquiera!
La señora que sufrió el robo había pedido previamente unos tostados y un
licuado; ni bien se quedó sin la cartera, vino la empleada que había tomado la
orden a preguntarle si los sándwiches y el licuado marchaban igual; la mujer
dijo que sí, que tenía algo más de dinero en el abrigo y se sentó a esperar. Yo
la miraba con ganas de hacerme amiga para charlar un rato y que ella pudiese
desembuchar su angustia, que a esa altura ya la estaba haciendo lagrimear; ella
me devolvió la mirada con enojo, como para espantarme y que me deje de joder de
estar mirándola tanto. Eso me decidió a ponerme de pie y acercarme a su mesa;
ella me observó entre sorprendida y desconfiada; me presenté y le pregunté si
podía sentarme. “¿Qué buscás?”, me preguntó rabiosa. Le contesté que ser
amable, nada más, que me parecía que ella era un ser humano con un dolor y yo
otro ser humano, que quería demostrarle que me importaba lo que le estaba
pasando, a pesar de no conocerla. “¿Cómo te llamás?”, preguntó. “Fianza”, le
contesté. “¿Eso es un nombre o un apodo?”, quiso saber y obvio que a mí me dio
risa, ¿cómo va a ser un apodo un nombre tan lindo y tan poblado del amor que le
puso mi madre cuando lo eligió para mí? Al final la mujer, a pesar de su
amargura, se rió también de mi risa contagiosa y corriendo la silla, me dijo:
“¿Sos de otro planeta vos?, ¡sentate!”. Charlamos largo y tendido. Ella me
contó que estaba en Buenos Aires por unos días, que había venido a visitar a su
único hijo y que pensaba buscarse un lugar tranquilo para vivir en otra
provincia que no fuese acá ni en Córdoba, donde había vivido toda su vida. Me
dijo que había vendido un caserón de dos plantas que tenía y le dio la mitad de
la plata al hijo y con el resto se iba a comprar algo chiquito, para no tener
que andar fregando mucho y así poder dedicarse a lo que ella amaba: la
taxidermia. “¿Y eso…?”, le pregunté. “¡Embalsamo animales!”, dijo. “¡Qué
asco!”, le contesté. “¡Nooo!”, saltó muy convencida y tan emocionada que
pareció haberse olvidado del robo. “Dentro de un tiempo, Fianza, los animales
no van a existir más, serán reemplazados por robots con formas de animales futuristas,
perros con ruedas, vacas sin ubres, cosas así, entonces, gracias a mi trabajo,
las personas van a poder plantarse frente a los niños y mostrándoles una paloma
embalsamada darles la oportunidad de saber que en una época, las cosas olían a
vida, no a chip y plástico, ¿entendés?”, terminó diciendo, con una sonrisa y
una mirada que me hicieron pensar que estaba medio chapita o que seguía
inconscientemente shockeada por el robo. Además, me quedé pensando que en Tuya
hay miles de palomas y no solo torcazas (que son las más chiquitas), también
abundan las monteras que tienen casi el tamaño de un pollo; hace años que
tratan de terminar con las palomas porque enchastran todos los techos de las
casas y los autos, pero no pueden; por eso me parece improbable lo que dice
esta mujer: que un día no van a existir palomas. ¡En Tuya crecen de a racimos!
Cerca de las doce y media me hablaron las chicas desde casa y también Gonzalito
que se había quedado a almorzar con Ringo Walter en el taller. Flor y Marianita
comieron bifes con cebolla y puré a la reina (ese que lleva yema de huevo); al
perro y al gato les dieron hígado cortadito, vuelta y vuelta (crudo no lo
comen).
También hablé por teléfono con Raúl y me dijo cosas re-lindas; me emociona
cuando me dice que me extraña, lo que me espera cuando regrese y cosas así.
¡Qué sé yo, lo quiero tanto! “¡Escuchá flaca, escuchá si no es para estar
juntitos!”, me dijo y subió el volumen del estéreo del camión, para que
escuchara a Franco de Vita cantando “Solo tú”. ¡Me agarró una emoción! ¡Se me
llenaron los ojos de lágrimas! Lucrecia (de apellido Boris), la mujer que me
hice de amiga, sonreía cuando me vio hablando embobada con mi marido y me dijo:
“¡Creí que amores así ya no existían!”. “¡Siii!”, le contesté, “¡en Tuya hay
varios!” Me invitó a tomar mates al departamento del hijo, que quedaba a dos
cuadras y fui, pero a condición de que dos menos cuarto me pudiese ir a
reunirme con Rosita, para almorzar en el viejo almacén de la calle Suipacha;
ella es habitué de lugares de ese estilo.
Cuando llegamos al departamento de Taty (el hijo de Lucrecia), nos abrió la
puerta una rubia despampanante con el pelo hasta su cintura de avispa; tenía los
pechos como melones y un traste envidiable, piernas largas y bien formadas y
estaba vestida que ni les cuento; sí les cuento. Llevaba puesto un vestido mini
y escotado, en cuero negro, y unos zapatos rojos tipo suecos con tacos de diez
centímetros. Toda maquilladita ella y sus uñas manicuradas y tan largas, me
hizo pensar que seguro no hace nada, porque a mí siempre se me rompen con las
tareas de la casa. ¡Me sentí una laucha, parada al lado de esta chica tan bien
dotada por la naturaleza! Cuando pasamos a un living chiquito y decorado medio
estrafalario, apareció un chico también precioso pero medio amaneradito; pensé:
“¡Sonamos, el hijo de Lucrecia tiene la muñeca torcida!”. Para poner un poco de
onda y disimular la sorpresa que me causó que fuese “así”, traté de simpatizar
y con una sonrisa le dije: “¡Hola Taty!”. Mi nueva amiga me hizo que no con un
dedito y me llevó a la cocina, donde la chica exuberante preparaba café y me
dijo: “¡Éste es Taty!”. ¡Casi me caigo de la sorpresa! No porque me parezca
rara la homosexualidad o sienta rechazo, no; yo quiero y acepto a todo el
mundo. Pero todavía sigo chapada a la antigua y aunque quiero modernizarme, eso
lleva su tiempo. Ser gay no es solo cuestión de sexo, me dijo Flor, sino una
elección de vida. En mi barrio hay un chico que es así, amaneradito, y le
gustan los muchachos, pero es más bueno que el pan y todos lo queremos. No, yo
no discrimino, solo que Lucrecia debió ponerme sobre aviso, porque tengo
problemas para adaptarme rápido cuando voy con idea de una cosa y me encuentro
con otra.
La cuestión es que ya no podía dejar de mirar a Taty, ¡diez veces más hermoso o
hermosa, que sé yo, que una mujer nacida mujer! “¡Se opera en diciembre!”, me
comentó Lucre. “¿A sí? ¿De qué?”, pregunté para que viera que todo bien, que ya
me había habituado a la idea de su hijo-hija. Los tres se rieron y yo no
entendía nada. “¡Ay!”, dijo al final Taty sacudiendo una mano hacia mí.
“¡Pobre, no se rían que va a pensar mal de nosotros! ¡Me hago una chuchi,
querida, de eso me opero!”. Juro que me atraganté con un amaretti que me habían
convidado. No estaba preparada para que me dijese eso. Tosí hasta que se me
llenaron los ojos de lágrimas y me quedó la garganta irritada. Me alcanzaron un
vaso de agua y mientras me sosegaba, me imaginé a Gonzalito diciéndole una cosa
así al padre que es homofóbico. ¡Lo pulveriza si sale con algo así!
Bueno, pero la verdad es que Taty, su mamá y el novio de Taty, Facundo, son
tres seres muy dulces; están llenos de luz y estoy contenta de contarlos entre
mis amigos. Seguro que cuando llegue a Tuya y diga que tengo un amigo que es
más hermoso que todas las mujeres del pueblo juntas, las viejas comadres van a
salir a decir: “ésta se hace la liberada y va a terminar mal”. ¡Claro, para
ellas que son del siglo pasado, al pan, pan, y al vino, vino! “Las cosas
cambian, somos humanos y mutantes”, dijo Marianita y tiene razón, porque hay
que seguir mejorando la raza. Por ahí todos pasamos a tener un mismo sexo o
algo así y hacemos el amor tocándonos con los dedos. ¡Ay, no, pero yo no
quiero! ¡Me gusta tanto enredarme con Raúl entre las sábanas! Bueno, como dice
el padre Antonio: “¡dejemos las cosas en manos de Dios!”. Si desde el mono
hasta nosotros fue para mejorar, ¿por qué me voy a hacer a la idea que los
cambios no me van a gustar? Además, capaz que para entonces ya estoy mirando
crecer rabanitos desde abajo, ¿no?
Con Rosita almorzamos calamaretis fritos y un postre italiano (tarantela o algo
así, que eligió ella). Después nos fuimos a un café y seguimos charlando hasta
por los codos. Me invitó a pasar por su casa, tiene un piso en Libertador, ¡un
lujo que no se puede creer! Los pisos brillan como un espejo; me imaginé lo que
debía costar encerarlos y para no pisotear, le pregunté si tenía patines de
trapo; sonriendo, me dijo que no hacía falta, que los pisos estaban
“plastificados”. Tomamos un té de yuyos (esa costumbre se la trajo del pueblo)
y me regaló un montón de ropa para las chicas. Más tarde propuso que de camino
al hotel, pasáramos por un lugar divertido, que ella tenía que hacer unas
“compritas” a pedido de Hernán, y acepté. Fuimos en su auto y dejé todo el
bolserío en el baúl. Me llevó a un negocio que parecía una casa china, afuera
tenía escrituras en chino y obvio que no pude entender qué decían. Entramos por
un pasillo largo y nos recibió una mujer grandota y joven, que no me sacaba los
ojos de encima y me mostraba la puntita de su lengua. Yo decía: “¡Rosita,
vamos, son raros, vamos!”. Mi prima se reía y me contestó que no fuera
“mojigata”, “te vas a deslumbrar, ¡vení!”, me dijo y me empujó a un local
atestado de cosas indescifrables para mí, hasta que miré una por una y me
explicaron lo que eran. “¿No estaremos en un prostíbulo, no?”, le dije a
Rosita. “¡Mirá que Raúl me mata!”. Ella no paraba de reírse. Vi que tenía la
punta de la nariz blanca y le dije que se limpiara el azúcar. Ella volvió a
reírse con más ganas todavía. La “torti” y el salame que atendían el local
también se reían, ¡seguro que de mi actitud! ¡No digo que lo hiciesen con
maldad, porque para ellos, yo tan pueblerina e ignorante, debí ser tan cómica
como ellos para mí, tan disfrazados, pintarrajeados y en medio de aquel caos de
artículos del sex-shop, que al final me dijo Rosita que era!
“Amor”, me decía la grandota, “¿vos no tenés juguetitos?”. Yo me puse morada de
vergüenza cuando la vi zarandear toda clase de miembros flexibles ante mis
ojos; ¡ni le contesté! Me fui a la carrera hasta la vereda y me quedé esperando
a mi prima. A los quince minutos apareció con una bolsa mediana repleta de
cosas que me quiso mostrar y no quise ver y otra bolsa chiquita con algo
adentro. “¡Abrilo!”, me dijo. Le saqué el broche despacito y espié el interior
de la bolsa. “¡Sacalo, boba!”, me apuró Rosita. Metí la mano y toqué algo
gomoso, blandito. “¿Y?”, me preguntó. “¡Dale, sacalo, es para Raúl!”. Cuando
dijo así me picó la curiosidad y quise ver de qué se trataba; necesité saber
qué cosa podía ser que le gustara a Raúl que saliera de aquel antro. Lo que
tenía en mi mano era un cilindro de goma o silicona, de quince centímetros de
largo con un agujero en el centro. Rosita me lo quitó y metiendo y sacando su
dedo índice, me dijo: “¡Así!, ¿ves? Es la chuchi, suplente de las mujeres de
los camioneros”. La volvió a meter en la bolsa y se mataba de risa. Yo me sentí
angustiada, nunca se me ocurrió que una porquería de goma pudiese hacer de
“suplente” a mi “cosita”, que Raúl dice que es la mejor del mundo para él.
Mi prima me llevó hasta el hotel y yo quise fingir que me olvidaba esa
cochinada que compró para Raúl, pero ella me madrugó y dándome un beso me dijo:
“¡Tomá, no te olvides del regalito!”. Es todo un problema, porque las mucamas
de los hoteles te revisan las cosas cuando limpian y si ven este aparatito,
¡vaya a saber qué piensan de mí! Como es de goma pude meterlo entre la pared y
el ropero. Cuando me vaya lo saco y lo tiro por el camino.
Pensaba irme esta noche a casa, pero Rosita me dijo que la tía Loly,
hermanastra de mi padre, está en un geriátrico de San Telmo y decidí que la voy
a ir a visitar.
Los dejo y otra vez gracias por visitar mi blog.
Fianza Menditelli
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