sábado, 29 de agosto de 2015

Portal a Tuya "Borrón y cuenta nueva!"


            ¡Bueeenas!... ¿Cómo están todos?
            El domingo a la noche, todo Tuya estaba silencioso; después del desbarajuste de la tarde quedamos, la mayoría, descuajeringados a cachetazos. Marianita se armó el catre de campaña en el comedor y le cedió la cama a la tía Loly; mi hija estuvo irreconociblemente atenta con la tía. Me pidió un juego de sábanas “serias” y sacó las suyas que tienen figuras de rockeros punk, para que la tía no se flashee con tanta estridencia. Esa noche recuperé a mi guerrero en los aposentos, intentábamos dar rienda suelta a todo nuestro amor, pero nos dolía todo el cuerpo y en lugar de ¡arrullarnos!... era ¡auch!, ¡uhhh!; parecía un himno doliente, así que optamos por untarnos con átomo desinflamante y apagamos la luz intentando dormir; el olor a alcanfor que saturaba el aire y la ropa de cama, ¡volteaba!
            El lunes me levanté tipo ocho y después de bañarme fui a la cocina. Marianita se había ido al cole y los otros chicos, a trabajar. Otra vez encontré a la tía Loly tomando mates con Raúl; ¡la verdad es que me encanta esa idea de familia! Sinceramente, cuando me jugué y me traje a la tía de Buenos Aires sin consultar, confieso que tuve miedo de que todo resultara mal, pero ahora que veo que tanto mis hijos como mi marido se integraron de golpe, me puedo distender y disfrutar. Me preparé un café con leche y después de darles un beso a ambos, me ubiqué en la mesa. Raúl me preguntó si iba al hogar de ancianos y de ir, qué pensaba llevar. Le contesté que no podía defraudarlos, a pesar de que hubiese preferido quedarme en casa y que no sabía qué llevarles. En ese momento llamó Frida, para decirme que no se me ocurriese preparar nada para los abuelos, porque habían donado facturas como para una semana. “¿Quién?”, pregunté. “No importa”, me contestó.
            Le pregunté a Raúl cuándo salía para Buenos Aires a entregar la carga y me dijo que a la tardecita, porque Gonzalito tenía que ir a la Capital, a comprar repuestos de autos para Ringo Walter. La tía me dijo que saliera tranquila, que ella cocinaba y que ya había quedado con Flor que pasaría por la carnicería, para verla trabajar y cebarle mates y de paso, se traería la carne para las milanesas.
            Salí de casa contenta porque a pesar de que no había hecho tiempo para amasar algo, la Providencia había surtido a los viejitos con pilas de masas; sin embargo, algo me molestaba en las manos: ¡estaban vacías! Volví corriendo a casa, porque me acordé que la semana pasada hice dos kilos de bombones, para regalarle a Condorito Reel y Pepa Duarte (que son amigos de siempre) en su aniversario de casados. Él trabaja en una herrería; con Pepa tienen siete hijos, el mayor de 15 años. Había dejado guardados los bombones en un tupper en el bahiut del comedor.
            Cuando entré, la tía Loly estaba hablando por teléfono (está arriba del mueble); me miró seria y quise irme para darle privacidad, pero con un gesto de su mano me invitó a quedarme. Oí que hablaba con la gente del geriátrico y el corazón se me estrujó de golpe; pensé que ella los había llamado para decirles que extrañaba y que quería volver para allá. La tía se despidió de quien estaba del otro lado de la línea y me sonrió. Me aflojé un poco, pero no mucho, porque me pidió que me sentase un minuto para escucharla. Ella se sentó enfrente y me dijo que si no me importaba, pensaba irse por un par de días a Buenos Aires, que ya había hablado con Raúl y él estaba dispuesto a llevarla. Agregó que recién había llamado a la gente del geriátrico para agradecer que le hubiesen dado el teléfono de Tuya a su abogado. “¿Abogado?”, le pregunté con el corazón a todo galope. “Sí, Fía, el abogado que siempre contrato y que me hace de puente con el escribano y el contador”. “¿Todo eso necesitás para manejar dos jubilaciones, tía?”. Ella se rió, ¡la muy pícara! No sé qué me esconde, pero no quiero invadirla con preguntas que le puedan parecer chocantes; solo quiero que ella haga lo que tenga que hacer y vuelva, ya me hice a la idea de su presencia en mi casa y en mi vida; somos humildes pero lo poco o mucho que tengamos es para compartir y desde el corazón. Le dije: “Tía, no te quedes más de lo necesario que te voy a extrañar; no entiendo cómo hasta hace poquito ni me acordaba de vos y ahora no quiero perderte”. “Tu mente no se acordaba de mí, Fiancita, pero tu corazón jamás me olvidó, como el mío tampoco a vos. ¡Quedate tranquila que me voy a cuidar!”, me prometió. También me dijo que se sentía joven de espíritu, fuerte, con deseos de vivir y que si había optado por un geriátrico, había sido para no morirse sola algún día, aunque reconoció que empezó a hacerlo cuando comenzó su vida en aquel lugar, que parecía un refugio para hacer tiempo hasta que llegara la hora, nada más. Me paré y la abracé con mucho amor, mientras ella me acariciaba la espalda como cuando era chica.
            Agarré el tupper con los bombones y salí volando para lo de Frida Puelza. Al llegar, todos los viejitos (suman más de treinta) estaban probándose pantuflas; en la cocina estaba Nemesio Cárdenas que tiene 69 años y es dueño de la zapatería del pueblo; Nemesio se hace el pendex y no representa la edad que tiene, es medio chiquilín pero tiene un corazón de oro; hace treinta años que anda de novio con Mariquita Oyarán, que todavía usa ruleros con un pañuelo arriba y va a hacer los mandados en chancletas, pero pintarrajeada y con los oros puestos. No le estoy sacando el cuero, acá cada uno trata de ser feliz como puede y nadie se mete con boludeces como la apariencia, siempre y cuando no ofendan el sentido común; se las describo para que vayan haciéndose una idea, nada más. Nemesio y Mariquita eran muy amigos de mi vieja. La cuestión fue que donaron un montón de pantuflitas de paño para los abuelos y eso merece un diez. Ni bien escuchó el alboroto que hicieron los viejitos al verme, Nemesio se asomó y con un mate en la mano, me dijo: “¡Vení Ciriaca!, ¡cursienta y flaca!” (era un dicho que me aplicaba de chica porque era esmirriada, y que me hacía rabiar). Me acerqué y compartimos sus amargos; ¡puaj!, le había puesto una hojita de ruda, dice que le hace bien para los intestinos, ¡está del tomate!... jaja
            Cuando Nemesio se fue, llevándose todo el calzado sobrante, puse los bombones en una bandejita medio cachada que encontré y la fui pasando para convidarles. ¡Son como chicos, se servían de a manos llenas! Me tocan el alma sus miradas… Pienso que tengo que ver cómo hacer para que entre todos ayudemos a renovar la vajilla del hogar. ¡No sé!, ¡comprarles algo alegre, moderno y tirar al diablo estos cacharros deslucidos y viejos! ¡Algo se me va a ocurrir!
            En casa no tenemos mucha vajilla, lo justo y necesario; no es por miserables porque mi amor siempre me quiere comprar más juegos para el día de la madre, pero no quiero. Mucha gente tiene pilas de platos, fuentes y copas y quedan guardadas en un armario porque no los usan jamás. Entonces, ¿qué sentido le ven a tener todo eso? ¿Para juntar polvo? Si tienen y disfrutan aun a riesgo de que se rompan, ahí sí tiene más color.
        Cuando Frida y sus ayudantes repartieron facturas y mate cocido con leche entre los abuelos, me ofrecieron y les dije que no. Estaba en una disyuntiva: Si aceptaba comer y tomar, me parecía que les sacaba un bocado a ellos; si no aceptaba parecía no estar compartiendo, sino haciendo caridad, y la palabra nomás, me espanta. Al final fui a la cocina y me serví un poquito en un jarrito y me traje una factura. Fue curioso, pero juraría que cambió la energía en el entorno; fue como si en lugar de que los abuelos estuviesen llenando sus pancitas, lo que hacían era acompañar con facturas a una fiesta del corazón. Pero igual, esa cosa de compartir la comida cuando voy a visitarlos, me cuesta.
            Los abuelos consumen pocos remedios, están sanos y se alimentan bien; acá tienen una vida bastante corriente y están “despejaditos”, alertas, no como otros que he visto que parecen alienados y seguro que por tranquilizantes, otra cosa no se me ocurre; tal vez por la desidia ajena, no sé.
        Estoy notando que en la actualidad, en otras partes, la gente toma demasiados medicamentos psicofármacos. El médico que tenemos en Tuya (Silvio Andreoli, de 47 años), es nieto de una ya fallecida curandera que vivía retirada del pueblo. Curaba el empacho poniendo a la persona boca abajo para tirarle “el cuerito” (la piel) sobre cada vértebra, después dada vuelta, le untaba la panza con grasa de cerdo, colocaba encima una hoja grandota de repollo y luego la vendaba para que el emplaste no se cayera. Había que cambiarlo una vez al día y usarlo durante tres, que eran las veces que le tiraba “el cuerito” antes de la caída del sol. Después el empachado tenía que tomar cirulaxia (purgante) y ¡santo remedio! La Oma, que así era llamada esa señora, curaba de un mal esfuerzo físico con ventosas. Hacía que la persona se pusiera de espaldas en la mesa de su cocina (una mesa inmensa de madera) y tomaba un pedacito de miga de pan oreado y ahí clavaba un fósforo, luego lo encendía y ponía todo sobre el ombligo de la persona y arriba le asentaba la ventosa; el fósforo se apagaba y se veía a través del vidrio cómo se inflaba la zona. Después sacaba la ventosa, quitaba el trozo de pan y untaba la panza con aceite de oliva, macerado en ajo y romero, y ¡listo! Si el dolor era en la espalda o cintura, ponía la ventosa allí. Curaba a la persona que le había “agarrado un aire”, pasándole una barrita de azufre hasta que ésta se partía y el paciente se sentía aliviado. Curaba el mal de ojo poniendo la mano sobre la cabeza del ojeado y ella empezaba a bostezar y bostezar y mientras, no paraba de lagrimear. Si alguien tenía parásitos, ella recetaba semillas de zapallo. Como anticonceptivo, pipetas de goma con agua y vinagre. Para la insolación usaba una toalla roja, doblada varias veces sobre la cabeza del insolado, arriba le colocaba un plato hondo, un vaso boca abajo y agregaba agua; al ratito el líquido bullía y cuando se metía en el vaso, ya estaba curado, aunque esta operación se repetía tres veces. Una vez, vi que a una persona le había salido un forúnculo tremendo en el dedo grande y la Oma se lo curó con miga de pan y leche tibia; después le hizo lavar el pie con espadol. Usaba yuyos para todo; incluso tenía un mortero y preparaba ungüentos. En su jardín no faltaba el aloe ni el bálsamo; hacía un jarabe natural quemando azúcar, luego le incorporaba hojas de eucaliptus medicinal y terminaba agregando jugo de naranja colado; dejaba hervir unos minutitos y envasaba; para los adultos le agregaba alcohol fino, pero los chicos lo tomábamos sin.
            Silvio fue compañero mío de colegio; de chico era un zapallo, ¡burro, burro! Ahora, de grande, es una luz. Ejerce la medicina tradicional, pero como digno nieto de la Oma y como acá somos todos de confianza, nos dice que podemos tomar medicamentos de laboratorio o hacer tal o cual cosa natural para solucionar el problema. Nosotros tenemos desconfianza de toda la porquería que te dan como remedio y que el cuerpo tiene que andar procesando; no digo que no sean necesarios, pero me gustaría tener la bola de cristal y saber cuándo nos dan cualquier cosa y cuándo es realmente algo bueno. ¿Vieron que a veces sale un medicamento y todos los médicos lo recetan, y después, al tiempo, dicen que es malo por tal o cual componente? ¡Una no sabe qué pensar, porque para cuando te enterás, ya te consumiste esa sustancia un montón de tiempo! ¡Somos como conejitos de india!, ¿no? Me contó una amiga que estuvo en África (un país que llevo en el corazón) de voluntaria, que a los negritos los usan para probar nuevas drogas de medicamentos y que los grandes laboratorios, para no pagar algunos impuestos, mandan camionadas de “remedios” para allá, súper vencidos. Si es cierto, ¡son un espanto los laboratorios que hacen eso! Espero que sea un divague de mi amiga.
            Bueno, no quiero seguir colgada de la palmera como siempre, así que para redondear, dejo claro que Silvio es un médico que aprendió mucho de su abuela y que se merece un diez, no sólo por eso, sino porque es cero frialdad; muchas veces a los médicos en la facultad les enseñan a ser fríos. Los hijos de Gema Trum (¿se acuerdan que les conté que se recibieron de enfermeros y se fueron a Brasil?) estaban estudiando medicina, pero en tercer año dejaron porque algo que les explicaron en la facu, les hizo ver que la relación entre un enfermero y los pacientes, es más humanizada y en definitiva, es quien con todo su esfuerzo, se ocupa permanentemente de los enfermos.  No es que no sean necesarios los médicos, al contrario; lo que ellos pensaron fue que la relación que tendrían con las personas sería más cálida siendo enfermeros, que médicos. Al principio, las cuñadas de Gema, que viven en España (quedaron viudas y son unas estiradas tujes con arandela, que se olvidan que nacieron en Tuya), se horrorizaron por el cambio de profesión que eligieron los mellizos (Andrés y Bertoldo); ellas les mandaban dinero, pero de rabia porque “bajaron de nivel”, dejaron de ayudarles. Gema lloraba, pero todo su pueblo la ayudó para que los chicos estudiaran; ella es modista, así que le dábamos todas las costuras y ganaba bien; la pobre se quedó viuda joven. Les cuento que el marido era el sepulturero de Tuya y acá hay familias que tienen “casitas” en el cementerio, donde ponen a todos sus muertos; un día contrataron a Evaristo (así se llamaba) para refaccionar esas “casitas” que estaban en ruinas (con las paredes rajadas por donde salían yuyos), ¡re-tétrico todo! Y él, para ganarse un peso más, aceptó y contrató dos ayudantes. Como tenían mucho trabajo, no volvían a sus casas a comer; uno de los empleados de Evaristo era el encargado de asar unos churrascos para el mediodía y el muy torpe (que en paz descanse), no tuvo mejor idea que hacer fueguito con maderas de restos de cajones, que habían sido de cadáveres que luego fueron incinerados. Parece que las maderas estaban impregnadas de inmundicia y a los pocos días se llenaron de granos como pelotas y se murieron los tres. ¡Ya me fui por las ramas otra vez!
            Sigo con mi media jornada en el asilo. A los viejitos (mujeres y hombres), les gustan los cuentos picarescos (¡no verdes, eh!). ¡Qué sé yo!, por ejemplo con doble sentido, pero ni uno que sea zafado. Les conté un par y lloraban de risa; medio que hay que saber lidiar con ellos, porque pasan enseguida de una broma livianita a un cuento chancho. Conmigo ya saben cómo es la cosa, así que se cuidan; pasó una vez y nunca más. Anselmo, el viejito más pícaro y que en su juventud fue un picaflor  (¡le gustaban todas!), se sale de la vaina por decir cosas subidas de tono cuando hacemos cuentos, pero yo lo freno, si no después Frida me levanta en peso, porque manosea a las empleadas. Cuando ya me tenía que volver a casa, para aplacar un poco las energías pasionales de los más “cebados”, les conté el cuento de “El fantasma de la Ópera”, que ellos no conocían y a mí me encantó cuando Flor lo leyó en tercer año y me lo hizo conocer:
       “Hace muchos, muchos años, en París, vivía un hombre llamado Erick, que estaba condenado a la soledad, porque tenía una horrible deformidad física. Era un amante de la música y vivía oculto en las sombras de las alcantarillas, que pasaban bajo un enorme teatro llamado Ópera. Allí, él se sentía seguro; nadie podía descubrirlo y podía crear su música en libertad; de haber salido a la calle, la gente lo hubiese rechazado por su deformidad. Erick era brillante y muy sensible; la única persona que lo había amado a pesar de su condición física, había sido su madre, quien murió cuando él era niño.
         Los trabajadores del teatro comenzaron a correr la voz, de que en la Ópera había un fantasma, que tenía acostumbrado deslizarse por los pasillos oscuros, oculto tras una máscara y luego desaparecía como si se evaporase en el aire.
           Lo único que inquietaba el mundo solitario de Erick, era la aparición de cantantes de ópera que eran mediocres y se creían los mejores de la música. Un día, llegó a la Ópera una joven y hermosa cantante de la cual, Erick se enamoró y llegó a amarla con toda la fuerza de su corazón. A partir de entonces, impuso en forma anónima a los directores del teatro, la condición de que fuese solo su amada, quien interpretase las obras como cantante lírica principal. La chica se llamaba Cristina (cuando llegué a esta parte, hicieron alboroto y casi me cambian el rumbo del cuento; tuve que cambiar el nombre y decir que se llamaba Cecilia). Cuando Cecilia descubrió a su benefactor se llenó de asco y rechazo y tuvo miedo por su propia vida. El fantasma la secuestró y cuando la estaba llevando a su mundo subterráneo, ella se desmayó. Erick pretendía que ella viese y sintiese cuánto la amaba, pero Cristina”, "¡Cecilia!", me chillaron todos. “Bueno”, dije, “cuando Cecilia despierta, ve que está en el lujoso refugio en que vive Erick y pide irse; lo rechaza, diciéndole que ella ama a otro hombre (un aristócrata medio pelotudo y aburrido) y al final el fantasma la deja irse y él se muere solo, cuando se incendia el teatro”. “Bueno”, les dije, “esta historia la escribió un hombre creo que en 1925, que se llamaba Gastón Leroux (de eso me acuerdo)”.
            Después de un cuento de esta naturaleza, alguno o varios de los abuelos, hacen su sabia evaluación. Ésto dijo don Ernesto, que es de carácter callado y sombrío: “Lo más importante de una persona es su corazón, la bondad y su amor. Los seres humanos somos crueles; a veces una persona con un defecto físico se vuelve mala, porque nosotros no la aceptamos, la rechazamos, la menospreciamos y nos burlamos de ella; después, cuando nos devuelve el golpe, decimos: ¡mirá vos, rengo y jodido! (por ejemplo)”.
            La verdad es que es un lujo escuchar a estos viejos queridos. ¡Tengo la suerte de aprender de ellos y el carácter suficiente para mantenerlos a raya con amor, porque a veces les sale el niño interior y arman alboroto! Los dejé en pleno debate, si Cecilia fue mala o buena y conjeturas varias. Me despedí de Frida y de las chicas que cuidan a los abuelos y puse proa a casa, con un sol espectacular orillando el cenit.
           Almorzamos milanesas con puré y de postre arroz con leche con canela, menos Marianita, que se comió una banana y opina que el arroz con leche es una porquería. ¡Hay que tener paciencia con los jóvenes! Ella, gracias a Dios, nunca pasó hambre, pero siempre le inculco que las cosas que a ella no le gustan porque puede elegir, otros chicos se las comerían hasta lamer el plato. Mi hija me pregunta, rebelde, si acaso ella tiene la culpa o la responsabilidad del hambre en el mundo y yo le contesto que no.
            Cuando terminamos de comer, Raúl se fue a cargar combustible y a revisar la presión de las gomas del camión, Flor salió para lo de Lucho, a combinar qué comían esa noche en la peña y Marianita se puso en el Face. La tía y yo nos quedamos unos minutos de sobremesa, tomando un jarro de té de cedrón, con bombilla. Ella me comentó que al volver de la carnicería, pasó frente a la casa de dos pisos que está en la cortada (sobre una loma y a dos cuadras de casa); me preguntó qué pasaba con esa vivienda que estaba cerrada. Le conté que la edificó a todo lujo, un matrimonio que después se fue a vivir a Misiones y construyó un hotel allí. No alcanzaron a habitarla y ahora la venden. “¿Y por qué no tiene cartel?”, quiso saber Loly. Le dije que no hacía falta porque en el pueblo todos sabemos que se vende, incluso cuánto piden. Acá nadie tiene el dinero para comprarla y de afuera no han venido, salvo el tarambana ese que se hace el misterioso y se compró la casa de los cerros; vino a ver ésta primero, pero como nos vio a todos chismeando en la calle, no le gustó y eligió la más retirada. La casa de la loma les juro que es preciosa y se debe ver todo Tuya desde las terrazas que tiene, ¡pero vale una fortuna! “¿Y quién la tiene a la venta?”, preguntó Loly; le dije que el hermano de la mujer, que es el que arregla los caminos, Florio Guzmán, que es viudo y vive solo como un viejo huraño, del otro lado del arroyo Jacinto. “¿Y vos que pensás de esa casa, Fía?”, preguntó Loly. Le di mi opinión, diciéndole que la consideraba hermosa, que entre todos la cuidamos porque es como poder observar el sueño de la mayoría, saludándote cada mañana desde la loma. Le aclaré a la tía Loly que igual yo estoy re-chocha con mi casita; la construimos de a poco con Raúl, mientras íbamos queriéndonos y haciendo hijos. Agregué que lo único que me está torturando ahora, es la necesidad de otra pieza y un baño propio para ella; de todas formas, no me desanimo porque hablé con Fany Orchueta, psicóloga y amiga, además de ex compañera de primaria y secundaria y le pregunté si no necesitaba una secretaria; me dijo que si bien hasta ahora se había arreglado sola, estaría bueno tener a alguien que le ordenase el consultorio, las fichas y atendiese el teléfono. El jueves pasaré por allí y combinaremos. ¡Sí, entre todos los de la casa, menos Marianita, aportaremos para levantar los aposentos de la tía!
            Limpié rapidito la cocina y cuando llegó Raúl, nos bañamos juntos y nos fuimos a dormir una siestita… ¡Bue!... ¡Piensen lo que gusten!... jaja ¡No les puedo contar todo! Lo único que les deslizo de forma confidencial, es que Raúl quedó hecho un potro y yo un jamelgo. ¡Le tenía unas ganas! Creo que me pasé de rosca con la efusividad. ¡No saben lo fuerte que está Raúl! ¿Será que lo veo con los ojos del amor?
            Bueno, a eso de las cinco, él, la tía Loly y Gonzalito, estaban a punto nieve para irse de viaje. Yo, ¡con el corazón entre las manos! ¡Se me iban los tres juntos! Raúl dijo que descargaba en el puerto y volvía a cargar para transportar a La Plata, la tía Loly dijo que en dos días estaba lista y Gonzalito calculó, que lo de él era cuestión de horas nomás, pero que sería bueno que los tres regresaran juntos. Me quedé más tranquila, pero igual medio apichonada. Los cargué de besos y recomendaciones y los vi partir desde la calle, hasta que se perdieron en medio de la polvareda. Me puse a ordenar un par de cosas en la casa y me percaté que no habíamos tenido tiempo de desempacar las cosas de la tía Loly; angustiada subí sus bultos y bolsitos, más dos cajas, sobre una mesa petisa que hay en el cuarto; incluso por precaución, ya que si bien mi perro es un santo, tiende a volverse mal arriado con la gente extraña y podría levantar la pata sobre las pertenencias de la tía.
            Ya estaba oscureciendo cuando fui al cordel a entrar la ropa y oí al perro ladrar como un condenado; me pareció raro porque él ladra a veces para acompañar otros ladridos que llegan distantes, o ladra de puro vicio nomás, pero en aquel momento toreaba mal, muy mal; parecía que quería atropellar a alguien. Intrigada, tiré la ropa sobre la mesa, reflexionando en que conoce a todos los de Tuya y no les ladra; pensé que seguramente sería un extraño. Me aparecí por el costado y casi me infarto cuando veo que mi bestia canina, cachuza y desproporcionada, se le abalanzaba dando tarascones, a un morocho medio gordito que le tiraba patadas con cara de desesperación; yo le gritaba a mi perro y lo llamaba por su nombre, con enojo en la voz para que me obedeciera, pero no hubo forma. Al tipo no le quedó más remedio que salir de raje, con el perro por detrás. Hasta perderse en la esquina me gritaba cosas: turra, guacha de mierda y cosas de ese calibre. En ese momento no pude entender la locura de ese maleducado y tampoco la razón de que mi perro, se le haya ido encima de ese modo.
          Al rato llegó Marianita, que había ido a casa de Tamara a ver la novela de la tarde y también vino Flor que ya había cerrado la carnicería. Las chicas se ducharon mientras yo preparaba una sopa de arvejas y cortaba rodajas de queso, chorizo casero y pan fresco para picar. Me serví un vinito blanco y esperé. Flor salió en la moto rumbo a la peña y Marianita y yo nos sentamos a comer. ¡Se oía el ruido de los cubiertos al chocar con los platos, nomás! Las dos nos quedamos pensativas; las ausencias se notaban demasiado. Mi hija prendió la tele y vimos el programa de Susana Giménez, a las diez y media por Cablevisión. Al terminar de cenar, Marianita se fue a su cuarto a conectarse con sus amigos y yo ordené la cocina; después me quedé sentada, con la mente en babia mientras escuchaba el tic-tac del reloj de pared. Mi hija vino a la cocina a buscar un vaso con jugo y se quedó viéndome; tuvo un arranque de mamitis o se compadeció de mí, ¡qué sé yo!, y me propuso ver una peli juntas en mi cama. “¿Cuál?”, le pregunté sin mucho entusiasmo. “¡Si es de terror no, que no está papá!”, le dije. “No má, es una que bajé y se llama “Dark Skies”, es de ciencia ficción”, me contestó mientras apagaba su compu y se ponía el pijama. Yo hice lo propio y antes de acostarme le puse el pullover al perro, porque de noche bajo las llamas de los calefactores y él es muy friolento.
            En los cinco primeros minutos me dio modorra, pero a medida que avanzaba la película, no me podía tener. ¡Parecía que las sábanas tenían púas! Marianita se hacía la canchera pero estaba tapada hasta la nariz, se le veían los ojitos nomás. A la mitad de la peli, le dije: “¡Parala que voy a echar llave, bajar todas las persianas y poner tranca en la puerta del frente y la del patio!” (siempre dejamos todo abierto, porque ya les dije que Tuya es un lugar tranquilo y seguro). Por las dudas y para reforzar, corrí la mesa y la puse contra la puerta trasera, que es de chapa y está medio cachuza. Seguimos viendo la película cada vez más aterradas. Nunca me había llamado la atención el tema de los extraterrestres. Me parecía de ignorantes andar con eso de los platos voladores, los marcianos, etc.
            Cuando terminó la película, el aromatizador ambiental empezó a funcionar sin parar hasta que le sacamos la pila; se le sumaba al miedo que nos había calado hasta los huesos. Al final, nos dormimos tapadas hasta la cabeza. Tipo tres de la mañana, se oyeron unos golpes terribles en la puerta del frente, luego en todas las ventanas y ahí comenzamos a temblar sin poder salir de la cama. Al ratito volvió el silencio y me levanté despacito a espiar por las hendijas de las maderas, que quedan porque la persiana no cierra bien; afuera no se veía nada. Marianita se puso detrás mío también, pero todo se veía tranquilo. De golpe, una luz azul se puso frente a la ventana iluminando toda la habitación; la nena y yo empezamos a gritar abrazadas y después de escuchar cómo nos golpeaban todas las ventanas y la puerta del living, chillamos con toda nuestra garganta que nos dejasen en paz, que no nos raptaran, que se fueran. Marianita y yo nos deslizamos como sombras temblorosas por el pasillo y justo vimos por el ventiluz que uno de ellos, saltaba por el paredoncito de la calle hacia el patio. Muerta de miedo pero dispuesta a defender a mi hija, agarré el palo que sabe llevar Raúl en el camión y me dispuse a partir en dos al primero que entrase. Forcejearon en la puerta del patio y Marianita comenzó a chillar con un sonido agudo, que me partía la cabeza y que no creí que fuera capaz de emitir. Yo lloraba a moco tendido, ya me veía fulminada en el piso y a estos bicharracos llevándose a mi hija. Derribaron la puerta con un estruendo tremendo, al tiempo que un cuerpo caía hacia adentro; justo cuando iba a darle un palo escuché la voz de Flor que me detuvo. Quedé paralizada por la sorpresa y ella fue corriendo a prender las luces. Después abrió la puerta de calle para que entraran los agentes de policía. Yo temblaba como una hoja y no entendía nada. Resultó ser que con la impresión que nos dejó la película, me dormí olvidándome que Flor estaba en la peña y que si quería entrar, le iba a ser imposible con la tranca puesta por dentro. Cuando ella vino se cansó de llamarnos, pero al estar con nuestras cabezas tapadas, no la oímos, entonces empezó a golpear todas las ventanas y nosotras creímos que eran los extraterrestres. Ante la falta de respuesta de nuestra parte, Flor se inquietó y fue a buscar a la policía, que estacionaron silenciosamente el móvil con su luz azul frente a la ventana, y eso fue lo que nosotras creímos que era una nave. Con tanto alboroto, comenzaron a amucharse los vecinos y dos de los policías se fueron en el patrullero y uno, que es amigo mío de la infancia, se quedó a tomar un café hasta que todos nos calmáramos por completo, y de paso porque ya había finalizado su turno y se iba a la casa. Me contó que un tipo medio gordito, morocho, había denunciado que en nuestro domicilio lo había atacado un perro y que la loca que vivía ahí, en lugar de sacárselo de encima, lo azuzaba para que siguiera masticándolo: “¡mordelo, mordelo, mordelo!”. Álvaro le tuvo que explicar al sujeto que mi perro se llama Mordelo. Le pusimos ese nombre porque cuando era chiquito y lo hallamos tirado en un baldío, no comía nada, entonces Marianita le ponía trozos de carnecita en la boca y le decía: ¡mordelo! Después fue creciendo y aunque lo habíamos bautizado con el nombre de “Cacique”, no nos daba bola y sí venía, cada vez que uno decía: Mordelo. Mi perro es como un hijo para mí, no me importa que todos se diviertan a costillas de la facha que tiene; yo misma me pregunto, cómo puede ser que tenga un cuerpo de cincuenta centímetros de largo, patas de diez centímetros, un tórax de la circunferencia de un balde de cinco litros, orejas chicas, cabeza grande, hocico largo; ¡es un aparato!
          Esta mañana, cuando llamaron los viajeros para avisar que estaban bien, les conté del batifondo que se armó por una película y que al final terminó despertando a todos los vecinos. En este momento, Marianita y yo somos la comidilla general.
               Bueno, los dejo sin más novedades desde Tuya:

               Fianza Menditelli


PD: ¿Ustedes creen en extraterrestres? Porque les aseguro que a partir de que vi esa película, me quedó una fuerte impresión y desde entonces miro el cielo, considerando que quizás haya vida en otra parte. O por ahí están mezclados con nosotros y no nos damos cuenta. Lo mejor es hacer como me dijo la tía Loly por teléfono: borrón y cuenta nueva.

jueves, 27 de agosto de 2015

Portal a Tuya "Cambio de actitud"


            ¡Hola amigos!
            Voy a comenzar contándoles mi experiencia de dormir con la tía Loly. Ni bien nos fuimos a la cama, me puse a pensar que mi hermosura griega estaba solito durmiendo en la cucheta del camión y yo, con ganas de abrazarlo me tenía que resignar a otra noche de su ausencia. Desde su cubil felino, mi león me llamó por el celu para decirme que me quería, que me extrañaba, que tenía ganas de estrujarme con amor y esas cositas lindas; yo mucho no podía hablar porque tenía a la tía en nuestro dormitorio, pero sí, le dije con todo el corazón, que lo amaba. La tía esperó a que yo cortase, para comentarme que era una pena que los matrimonios se volviesen tecnológicos, mandándose mensajitos o hablando por el celular todo el día, en vez de estar juntos más tiempo. Pensé que si hubiese sido por mí, me hallaría enroscada como una boa en el cuerpo de mi hombre, pero…
            A eso de las tres de la mañana, me despertó un codazo; cuando salí del sopor, pero medio dormida aún, escuché la voz de la tía que me decía: “¡Fía, Fía, despertate, mirá para el lado de la cómoda, está el espíritu de tu mamá! Ella mueve los labios sin voz, pero estoy escuchando lo que dice”. ¡Ay, puta madre, casi me infarto del susto! Me tapé la cabeza con la sábana y desde allí le decía: “¡Tía, no jodas con esas cosas, que me asusto!”. Saqué una mano para encender la luz y me di vuelta para mirarla; Loly me veía con ternura, tenía una luz especial en su mirada. Me dijo que así como estaba, parecía una niña temerosa y me preguntó si le tenía miedo al espíritu de mi propia madre. Le contesté: “¡Y sí, tía, esas cosas me causan impresión!". “Pero era tu madre”, me dijo. “¡Igual!”, le contesté, y agregué: “¡Además, no me consta!”. “¡Mirá que sos porfiada, eh!, ¿no querés saber qué decía tu madre?”, me preguntó. “No tía, dejá todo así”. “Mirá Fiancita”, comenzó, “siempre viste al espíritu de tu madre, lo que pasa que como estaba cubierto por el envoltorio de la carne, lo podías apreciar sólo en tu corazón; por eso no tiene que asustarte. Yo sé que vos, más que el no creer que vi lo que vi, lo que tenés es una negación, porque seguramente sufriste mucho hasta aprender a dejarla ir de verdad, pero no tenés por qué cerrar la sintonía con ella; siempre te va a proteger y a acompañar, porque dicen que el amor de una madre perdura más allá de la vida. Además la muerte no existe, es una mentira macabra que nos han sembrado para ponernos vulnerables, para que sintamos miedo…”
            “¡Ah!, ¿no?, ¿la muerte no existe?”, casi chillé, “y lo que está en el cementerio, ¿qué es?, ¿verdurita o mi vieja?”. “Eso es el envoltorio, Fianza, son los restos de una forma física que te permitió reconocer y amar, a lo que verdaderamente fue tu mamá”, dijo la tía. “¿Y si la muerte no existe…?”, no pude terminar la pregunta porque de pronto, comencé a percibir una fragancia a lilas muy particular: ¡era el perfume que usaba mi madre! Me sentí vulnerable y se me debe haber notado en la cara, porque Loly me apapachó diciéndome: “bueno, bueno, ya vas a aprender de a poco”.
            La verdad, estoy re-sorprendida con las cosas que dice Loly, es como si de a ratos se volviese otra persona que me cuesta adivinar. ¡Bueno, no tengo que olvidar que ella fue maestra, y de las de antes!
            La cuestión fue que las dos terminamos desveladas; me picaba la curiosidad y la ansiedad, por saber qué mensaje había creído ella, que me enviaba mi madre, pero me dio miedo y no pregunté.
            La tía Loly me dijo: “¿Querés que traiga la bandeja con el mate?” (ya eran las tres y media de la mañana). Acepté para calmar la angustia desatada. Mientras tomábamos mates, le pregunté si quería ver una peli, además porque necesitaba dormir y en mi caso es automático, cuando estoy en la cama pongo la tele y me duermo sentada. Ella aceptó y comencé a revolver la caja con pelis; mientras, le iba comentando lo que había: todos los capítulos de “Vientos de agua”, los de “Los Borgia”, los de “Sin tetas no hay paraíso…” y así seguí sugiriendo opciones; como no me decía nada, me decidí por “Esperando la carroza”. Cuando le dije el título, me dijo que mejor esa no y ahí caí que no era la adecuada (aunque a mí me encantó esa película, la vi al menos ocho veces; ¡Gasalla es lo más!). Al final encontré un DVD con diez capítulos de “Los Peques” (que también he visto “chiquicientas” veces, porque me gustan estos duendes) y le dije: “¡éste, éste te va a gustar, tía!”. Dejé de tomar mates y me dormí a la mitad del primer episodio, mientras la tía disfrutaba entusiasmada, con los dibujos y paisajes. El problema fue que para que comience cada episodio hay que poner “play” y como la tía Loly no entiende el control remoto, ni se le da bien con las inscripciones indicativas en la pantalla, cada diez minutos me despertaba para que lo hiciese yo.
            Me desperté tipo siete de la mañana; aunque estaba muerta de sueño, me levanté para ir al baño y de paso husmear por dónde andaba la tía Loly. La encontré bañadita y perfumada, cebándole mates a Raúl; estaban conversando como grandes amigos. Cuando me vieron, me recibieron con amor y alegría; saludé a ambos y me senté en la falda de Raúl, mientras tomaba un matecito espumoso y dulzón que me había alcanzado Loly.
            Tras una docena de mates, me recogí el cabello y me dispuse a preparar una torta de los ochenta golpes, para el mate del partido de la tarde. La tía Loly se fue a hacer la cama y Raúl salió para la carnicería de Flor, a buscar lo necesario para hacer un asado; el día estaba nublado, pero con tal de comer parrillada, nos abrigamos bien, nos arrimamos al fuego y sacamos a relucir el sol que todos tenemos de reserva en el pecho.
            La masa de la torta salió ¡genial! y la levadura leudó ¡bárbaro! Después le di y le di a los golpazos contra la mesada enharinada, como para desterrar todo lo que rondaba en mi cabeza y fuese negativo. Al fina perdí la cuenta y en lugar de ochenta, deben haber sido como doscientos golpes: ¡pam, pam, pam!, parecía poseída. Cuando volví a la cordura, estaba despeinada y transpirada como un verdadero panadero.
            La tía Loly volvió a la carga con el mate y mientras yo limpiaba el caos de harina y preparaba una ensalada de lechuga y otra de papa y huevo para el almuerzo, ella me convidaba. Le dije que no me cebara más, que con el estómago vacío me daba languidez; ella me preparó una rodaja de pan untado con manteca y miel; ese detalle me llenó de gratitud. Recapacité que son pocas las veces que permito que me atiendan; generalmente soy yo quien atiende a los demás, pero sinceramente, mal no me vendría que se ocupasen un poco más de mí; sería más sano y constructivo para todos.
            Cerca de las diez y veinte me bañé y le dije a la tía Loly si quería que fuésemos a misa de once; me figuré que ella querría ir, pero no estaba segura si era religiosa o no. Me contestó que si yo quería ir, ella me acompañaba; le retruqué: “¡no, tía, si vos querés ir, yo te acompaño!”. Nos dio risa, porque era como que ninguna de las dos necesitaba ir, pero lo hacía por la otra. “¿Sos religiosa?”, me preguntó. “¡Creo en Dios a mi manera, tía!”, le respondí. “Pero vas a misa, ¿no?”, quiso saber. Le dije: “Sentate, charlemos así te aclaro y vos me aclarás lo tuyo y nos ponemos de acuerdo, para que no haya malentendidos que puedan ofendernos mutuamente. Acá, hace cincuenta años que ejerce el sacerdocio el padre Américo, que ahora tiene 70, como vos; es un hombre muy carismático y muy sabio, no es un teólogo cerrado y chupa cirios; eligió esa carrera creyendo que era lo que amaba y lo hizo despojándose de todo lo material, para ofrendarlo a los más necesitados. Él nació en Italia y su familia era tremendamente rica, dueña de la fábrica de cristales más famosa de su país. No regresó a su patria, más que para recibir el traspaso de los bienes que le tocaron en heredad (compartidos con un hermano). ¿Sabés qué hizo con todo lo que le tocó? ¡Se lo dio a los pobres! Levantó una escuela, la iglesia en Tuya, en fin, ayudó mucho; no se guardó un centavo. Es una persona alegre y si ve que un vecino está levantando su casa o reformándola, él se arremanga para ayudarlo a mezclar el pastón. Tengo buena onda con él, lo quiero, lo respeto, lo admiro; es una persona genial, si es cura o no, me tiene sin cuidado. A pesar de mis ideas personales respecto a la religión, pienso que no soy quién para hacerle sentir desde mi indiferencia o con un enfrentamiento sutil y estúpido, que cincuenta años de su vida ejerciendo el sacerdocio, ocho años de seminario, el rechazo de toda posesión material y su arduo trabajo social, no sirvieron para un carajo. Por eso voy a misa, lo visito, colaboro cuando puedo y él, es tan sabio que adivina que me rebelo ante el hecho que se autodenominen pastores de sus “corderos”; por eso conmigo curte otra onda; pero tía, hay gente que lo necesita”, le afirmé, “y no como religioso, sino como ser humano, porque en eso se merece un diez. Mirá, en una época en que andaba buscándome a mí misma, estuve medio pelotudizada o mística, como quieras verlo; pintaba remeras y cuadritos con el “om”, el yin y el yang, colgaba detrás de las puertas el “pakua”, me construí una batería de pirámides sólidas o aplanadas, no comía carne, ponía la otra mejilla, no fumé hierba, ni me pichicateaba con drogas, pero era bastante hippie en el concepto de vida. ¿Viste?, todo onda “amor y paz”. Un día, me di cuenta que en vez de centrarme tanto en lo etérico y pasar tanto tiempo solo conmigo, podía hacer cosas desde ese pensamiento espiritual hacia afuera, hacia los otros con menos luz o más dormidos; pero no desde la cháchara filosófica, sino desde el laburo, desde la aplicación, y desde ahí no paré. No hago nada especial, me doy a la vida íntegramente, con pasión, y me encuentro con los otros a través de la bendita capacidad que tengo de meterme en sus “pieles” por así decirlo, libre de mis propios preconceptos. Hubo momentos en que sentí que había acobachado demasiadas semillas de fe, amor, esperanza, paz, etc., y que había sido para nada; adentro, con esas semillas me creció un jardín, tía; aunque a veces también le crecen espinos o yuyos malos y tengo que arrancarlos con mis propias manos, a pesar del dolor, porque yo, Loly, soy la más imperfecta de todas las criaturas. ¿Y vos, qué contás de tu mundo espiritual?”, quise saber. La tía se paró y me abrazó re-fuerte, como si quisiera meterme dentro suyo y me dijo que yo era su ángel, ¡menuda responsabilidad! Además, no quiero que ella se engañe creyendo que soy una “santita”, porque suelo ser bastante jodida cuando me pican los perversos; me sale una cosa de adentro que me hace capaz de matar o morir. Nunca maté a nadie y todavía estoy viva, pero sé que esa fuerza que me nace en momentos de indignación…
            La tía Loly me hizo notar la hora y me propuso dejar lo suyo para otro momento, así que salimos caminando para la capilla, en medio del sonido de las campanadas, que llamaban a todas las personas que quisiesen escuchar la palabra del hombre, para que les naciesen ganas de buscar una luz propia, que si desean, la pueden llamar Dios.
            En las misas de Tuya muchos feligreses tocan el piano, el órgano, la guitarra y hay varios (mujeres y hombres) que tienen una voz digna de ser difundida. ¡Otra que Il Divo; se quedan enanos al lado de los cantantes líricos de Tuya! Un chico que se llama Antonio Cuevas, escribe las canciones. No son netamente de alabanza a Dios en sí mismo, sino que se refieren a todo lo del Universo: el agua, el amor, el sol, cosas así. Todos cantamos (yo grazno pero no me importa, me hace feliz); a nadie se le va a ocurrir criticar la voz del otro, por eso nos desinhibimos y nadie deja su boca cerrada, escondiendo rabias por la autoestima herida.
            El padre Américo siempre nos cuenta una historia y después reflexionamos todos juntos; hace tiempo vinieron del episcopado y aunque él nada dijo, se rumoreó que lo querían trasladar de Tuya porque era muy “condescendiente” (¡uf!, esa palabrita metieron) con la gente. Parece que la idea era que en misa se hablase de pecado, culpa, castigo y toda esa gansada absurda y caprichosa, que no me va. No sé qué pasó, pero no vinieron más; si volvían después de lo que nos enteramos, los sacábamos a patadas en el trasero, por perversos y manipuladores. El padre Américo siembra amor y posibilidades, no culpas.
            Me acuerdo de otra de mis épocas místicas, en que veía una cruz con Jesús ensangrentado, colgado, con una corona de espinas, y no paraba de llorar hasta que me alejaba de aquella imagen; era algo involuntario, inconsciente. ¡Pasaba verdaderos papelones! Un día (cuando me hice más amiga del padre Américo) fui a tomar mates con él, en la cocinita que está detrás de la sacristía; antes pasé por la nave lateral derecha de la capilla donde hay una cruz de madera gigante y ahí está clavado Jesús. Cada vez que tenía que pasar por allí, lloraba. Bueno, ese día en especial vi que frente a la cruz, dos señoras con cara de éxtasis, miraban hacia lo alto; para mi sorpresa noté que la cruz estaba vacía, ¡no estaba el Cristo! Entonces, “¿qué miran?”, me dije. Me puse a la par, mirando para arriba, pero yo no veía nada; dije para mis adentros: “¡viejas locas!”. El padre Américo me estaba observando intrigado desde la nave central; justo salía, pero como llegué me invitó a tomar mates. Después que hablamos de un festival que queríamos hacer para juntar fondos para los chicos de quinto, le conté lo que me había pasado cuando entré a la iglesia; él me dijo: “¡Vení, Fianza!”, y me llevó derechito a la cruz donde habían estado las mujeres de actitud extraña. “¿Qué ves?”, me preguntó. Y miré y re-contra miré las maderas de la cruz y ¡no vi nada! Américo me pidió: “¡Cerrá los ojos y dejame que te guíe, vas a ver qué bella sorpresa!”. Cerré los ojos, el cura se puso detrás y con sus manos guió las mías hasta la cruz. Cuando toqué, las saqué de un tirón y abrí los ojos alarmada. ¡Había palpado los pies de Cristo!, pero no lo veía con los ojos abiertos. Repetí sola la prueba y pasó lo mismo, subí con los dedos y toqué las piernas. Estaba muy confundida, pero gracias a la sabiduría del cura, pude entender; mi querido amigo en la vida y la espiritualidad, me dijo que lo que me pasaba, más que un rechazo a aquella imagen doliente, significaba que había puesto en marcha mi “propio” Cristo interior. Les aseguro que es el día de hoy y sigo viendo esa cruz pelada.
            Después de esto, me dijo: “Andá a la tercera fila y entregate a tu propio corazón”. Lo hice así, mientras un tibio rayo de sol entraba por la alta claraboya con vitral y sentí que me entraba una fuerza rara por la cabeza, que me llenó de plenitud durante veinticuatro horas y me dejó en el alma, una sensación que no se me fue más, como si me hubiesen quitado el peso de la vida de encima y me hubiesen dejado la alegría de vivirla, no más.
            A las doce y cuarto salimos de misa y rumbeamos para casa; la tía Loly pasó por el kiosco y compró chocolates para todos y el diario “La Nación” para ella. Es increíble pero no necesita anteojos de aumento, tiene la vista de un lince. ¡Sin anteojos para ver de cerca, yo no veo ni a tres sobre un burro!
            Raúl ya tenía el asadito a punto hilo y las chicas habían puesto la mesa; Gonzalito invitó a comer a Ringo Walter y estaban arreglando algo en el camión de casa. Entre la tía y yo preparamos un vermoucito y nos juntamos todos a tomarlo cerca del fuego. Mi marido no quiso porque tenía que jugar al fútbol; dijo que temprano, para hacer la digestión, había picado un poquito de vacío y que se reservaba para la torta que yo había hecho. Estábamos en la mesa charlando y compartiendo en familia, cuando pasó una vecina preguntando a qué hora era el partido; como es solita y no había almorzado, la invitamos a quedarse y después a ir con nosotros hasta el campito de juego. Se llama Gema Trum, tiene 67 años y es viuda de un sepulturero; cobra pensión municipal, tiene dos hijos que cuando se hicieron grandes, ya recibidos de enfermeros se fueron a Brasil. La pasamos lindo entre todos. La tía Loly y Gema se hicieron amigas, pero me dio la sensación que Loly tuvo que bajar varios cambios para ponerse a tiro con mi vecina. ¡Me estoy sintiendo orgullosa de Loly y me fascina redescubrirla!
            Dos y media de la tarde y el amor de mi vida, mi pantera negra, se apareció en el comedor con el pantaloncito corto, las medias, los botines, la remera y el buzo que representa a Tuya en el fútbol. La camiseta está hecha de tela de algodón blanco con un número en la espalda, y en la pechera cada una tiene bordado el apellido y estampado un puño cerrado y victorioso, y dice “Los Linces” (así se llama el equipo). Nos fuimos todos caminando hasta la canchita, con las sillas plegadas en mano, el canasto con las cosas del mate, matracas, cornetas y demás elementos que usamos para hacer barullo y darle al partido el ambiente de cancha “prestigiosa”…
            Raúl se hacía el tranquilo, pero yo lo veía mirarme de reojo; cuando llegamos a la cancha y él se estaba por ir con sus compañeros, le pegué un beso que casi le como la boca y después, le dije que él era un campeón, el mejor jugador que tiene el equipo, que soy su fan, que él es el más churro y todas esas cositas lindas que me salen del corazón. Me apartó y me dijo: “¡Dejame negra, que voy a perder la concentración y no quiero que vengan los de afuera a hacernos morder el polvo a los machos de Tuya!”.
            Las familias nos sentamos cerca del arco de nuestro equipo; la hinchada que viene con el equipo visitante se amucha cerca del otro arco y en el segundo tiempo, cada uno toma sus petates y hacemos el cambio.
            Los jugadores que vinieron hoy, son de un equipo que trabaja en un pueblo de canteras, tienen unos músculos como Hulk y son unas bestias carniceras; pero nuestros muchachos tuvieron a todo un pueblo haciendo fuerza detrás, y ¿saben qué? ¡GANAMOS! Diez a siete. ¡Pero perdimos! Les digo que en la cancha, se mataron a golpes; patadas en las canillas, codazos, empujones, un jugador visitante hasta lo agarró del pelo a uno de los nuestros y le mordió la oreja después de tirarlo al piso. Como no podíamos meternos todos en la cancha para fajarlo y hacerle soltar a nuestro jugador, todo Tuya hizo sonar las cornetas, matracas y tapas de cacerolas, para que se dejaran de joder con tanta violencia.
            Fricasio Méndez (creo que se llama Nicasio pero todos le dicen Fricasio) es verdulero, tiene 50 años y está soltero; vive con doña Dora, su mamá de 87. Hoy la llevó al partido, pero ella se quedó dentro del auto acompañada por el cura. Cada vez que los contrarios nos hacían un gol, doña Dora tocaba la bocina; Américo se tapaba los oídos y los hinchas contrarios se morían de risa de nosotros. Alguien gritó: “¡Fricasio, andá a decirle a tu vieja que se deje de joder con esa bocina de mierda, que encima festeja los goles de estos pelotudos!”. Fricasio se lo quiso comer crudo y le dijo: “¡Inútil, con mi vieja no te metas, porque te calzo una piña y vas a tener que hacerte una cara nueva!”. Ahí nomás intercedimos y todo quedó en la nada. Se notaba que en el aire había discordia, como que había llegado con los de afuera, para despertar las sombras de los de adentro.
            En la mitad del segundo tiempo, una adolescente le tiró con una naranja de ombligo a un nene de 7 años, nativo de Tuya; ahí nomás, las madres de ambos armaron un alboroto agarrándose de las mechas y puteando a destajo; sus hijos se metieron a sumar agresión, mientras todos los demás intentábamos separarlas. El partido se paró hasta que se calmó el bodrio…
            Ya dijimos, ¡a los de la cantera no los invitamos más, después de todo se jugó por la camiseta, no por la vida!
            Generalmente y porque nos copiamos del rugby, hay un tercer tiempo, donde todos nos juntamos a comer empanadas o cosas así y charlamos amistosamente entre familias; pero esta vez les juro que no se pudo. ¡Se armó tal despelote!
            Cuando el referí hizo sonar el silbato que daba por finalizado el partido y todos los de Tuya empezamos a festejar a lo loco, de pronto, no sé bien quién inició el escándalo, pero llegó un momento en que fue todos contra todos; era tal el caos que no se sabía quién fajaba a quién. En un momento dado, vi que doña Dora se bajaba del auto con un palo en la mano y el cura venía por detrás, para evitar que viejita como es, se metiera en medio del jaleo, pero ella venía endiablada y estaba imparable; yo también quise apartarla, pero ella se mezcló en la pelea mientras gritaba: “¡Fricasio, Fricasio!” y alguien le hizo volar la dentadura postiza. Cuando su hijo vio esto, gritó: “¡Mamá, los dientes!”, y se tiró al pasto para recuperarlos, pero llegó tarde; un bruto de los contrarios, le metió el pie encima a propósito y los hizo bolsa; abajo estaba la mano de Fricasio, quien se levantó agarrándose la muñeca y aullando como un lobo. Me apresuré a sacar a doña Dora y llevándola casi a rastras, la metí en el auto. Cuando me acerqué al epicentro del caos, una vieja sotreta le tiró una trompada a Ringo Walter y como él la esquivó, se la puso en el ojo del cura. ¡Todo se había vuelto una incontrolable barbarie!
            La cancha parecía un pisadero de chanchos: termos rotos, yerba, azúcar, buñuelos reventados, fruta, ¡se tiraron con todo! A mí me había entrado la desesperación; de lejos vi que Raúl sujetaba las manos de una mujer para que no le pegase, y por detrás la hija de ella aprovechaba a darle patadas en el tobillo. Flor vio lo que la chica hacía con su padre y se le puso a la par para surtirla a gusto. De pronto, cuando parecía que seguiríamos así hasta matarnos, se oyó un ruido a motor y bocinazos estridentes; vi subir por la cuesta del camino, al camioncito con mangueras, que tenemos en el pueblo para el caso de un eventual incendio; lo manejaba Gonzalito y arriba venía Marianita, manguera en mano, lista para “refrescar los ánimos”. Terminamos empapados y avergonzados por tamaña calamidad; al final y aunque de entrada nomás, los otros trajeron violencia, en la reflexión final nos dimos cuenta que no fuimos mejores que ellos. Los partidos se idearon entre todos los pobladores de Tuya, para mantener viva la llama varonil de nuestros hombres y la autosuperación personal y quizás también, para que se pavoneen con sus destrezas delante nuestro y para pasar un rato divertido, no para combatirnos con otros seres humanos. Además, hoy aprendimos algo y se refiere a que, bregar por un solo ganador y denostar a los perdedores, hace que el juego se vuelva dañino, porque no integra sino que separa, divide y deja en soledad al que es ensalzado.
            ¡Se terminaron las matracas, las cornetas y todos los chirimbolos que usábamos para hacer ruido cada vez que metíamos un gol! En el futuro se festejará cuando corresponda, con un aplauso, sea de un equipo o de otro; en Tuya decidimos que destacaremos el logro en sí, aunque sea del contrincante; por algo se llaman partidos amistosos.
            Luego que los visitantes se fueron y todos nos hubimos secado y puesto ropa limpia, volvimos a la cancha y dejamos todo ordenado; me dio pena verlo a Fricasio con la mano dolorida, pero tía Loly llevó átomo y le hizo unas fricciones. Lo de la dentadura de doña Dora no se pudo solucionar, pero Marianita “pasó la gorra” y se juntó lo suficiente para una nueva. El ojo del cura tiene un moretón, que al mirarlo nos hace avergonzar a todos, porque es fruto de nuestras reprochables actitudes. ¡No sé!... ¡Lo peor es que creo que por un momento, yo misma disfruté de ser parte de aquella gresca!
            Los tres agentes de policía que tenemos en la zona, llegaron a los postres y terminaron hechos sopa.
            El tipo que es forastero y vive en la casa de piedra cerca del cerro, ni aportó por la cancha.
            De paso… en la refriega vi a Loly meter unos cuantos mamporros, muerta de risa; ella lo niega y me dijo que aquella bestialidad estaba muy lejos de su temperamento “conciliador y pacifista”.
            Bueno, los dejo, abochornada y con el cuerpo dolorido, porque a mí también me pegaron duro. Mañana tengo que ir al hogar de abuelos, porque en el partido me la encontré a Frida Puelza y me recordó el compromiso.
            Me despido de todos ustedes agradeciendo una vez más que visiten mi blog, logrando que me sienta acompañada.

            Fianza Menditelli


PD: Para el próximo partido, los jugadores de nuestro pueblo llevarán camisetas nuevas; tendrán estampada la cara de un lince, porque la figura del puño victorioso nos daría rechazo, haciendo que recordemos todas las piñas que se repartieron hoy y que van a  quedar en nuestro recuerdo como vergüenza general.

domingo, 23 de agosto de 2015

Portal a Tuya "Como caída del cielo"


¡Hola a todos!
Esta mañana hizo un frío tremendo y me daba fiaca salir de la cama. Dormí bien, aunque por momentos extrañé mi casa, mi cama, mi pueblo… Al final, ¡estaba tan cansada que me dormí profundamente! La noche anterior en el micro no pude pegar un ojo. Mientras seguía en la camita, comencé a recordar retazos de mi infancia. Papá solía llevarme al norte, cada tanto, a ver a la tía Loly, que vivía sola (es solterona); ella era muy graciosa, se veía llena de vida y entusiasmo; tenía un rostro bello, con rasgos determinantes que a una la hacían pensar que tenía flor de carácter. En los días que nos quedábamos en su casa, ella me consentía en todo. Con el tiempo y la ausencia de mi padre (que falleció joven), le perdí el rastro a la tía Loly; para ser franca, me fui olvidando de ella.
Enternecida por los recuerdos de mi infancia, me levanté enérgica, luego me duché y salí a desayunar en un cafecito que está cerquita del hotel. Caminé dos pasos y tuve que volverme porque pisé “algo” grande y no me aguantaba ni yo. Al final, en el desayuno me zampé una porción de selva negra y dos cafés con leche; además de sentir hambre porque anoche no cené, necesitaba recargar las pilas para enfrentar, seguramente, muchas emociones al volver a ver a la tía. Mi corazón es sensible, ¡todo me conmueve! Aunque no hay que engañarse conmigo, porque puedo ser la calma chicha o el huracán que te tira abajo el rancho; claro que para que esto ocurra tienen que empuarme demasiado. “¡Tenés alma de líder!”, decía mamá. Siempre me pregunté: ¿Líder de qué, si siempre voy última? En el único lugar que fui primera, fue en la fila de la escuela primaria porque era enana; después, en las filas del banco, del hospital o donde sea, cedo el paso a los que están con algún problema y siempre hay muchos; al final termino bastante atrás. Cuando me surge una idea de hacer algo novedoso, ya sea para ganarme un peso o por pura creatividad no más, alguien me gana de mano. Cuando empecé a tejer pullovercitos para perros (porque no se conseguían abrigos hechos), el mercado se llenó de ropa para ellos y así, todo en mi vida. Digamos que en lo único que lidero, es en mi hogar, porque tiro del carro como un buey para sacar a la familia adelante y mantener la economía a flote. En Tuya nadie pasa miseria porque somos pocos, nos conocemos mucho y ¡guay! que alguno haraganee y no lleve el pan a su mesa. Si hay alguna persona que está enferma y no puede trabajar, los demás hacemos una “vaquita” y lo ayudamos para que pueda tener todo lo necesario. En mi pueblo no circulan los bolsones del gobierno, ni la ayuda por hijos, ni nada de esas cosas. Primero porque hay trabajo para todos, segundo porque tenemos un intendente de lujo (y es íntegro y valiente) y tercero porque todos estamos de acuerdo que esas cosas echan a perder a la gente; en lugar de acostumbrarse a ganar los porotos, se habitúan a que les llueva de arriba y se dedican a vaguear y a estorbar con sus maldades a la gente buena y trabajadora. Además, veo en otros lados (¡bah, en casi todo el país!), que cuando a los “mantenidos” del gobierno no les alcanza lo que les dan (porque cada vez quieren más, haciendo menos), muchas veces salen a robar. Por eso no queremos ese tipo de ayuda en Tuya. Allá aplicamos la vieja regla social: estudiar y/o trabajar.
A veces me quedo pensando en un dicho que tenía mi vieja cuando hablaba con las otras comadres: “La miseria la siembran los de arriba y la cosechan los de abajo”; a mí me parecía un versito, nada más. ¡Hoy, me doy cuenta exactamente lo que ella, en toda su simpleza llena de sabiduría, pretendía transmitir!
Sigo con lo de la tía Loly porque ya me fui por las ramas. Tomé un colectivo hasta San Telmo, que me dejó a media cuadra del geriátrico, justo frente a una panadería; entré y compré medio kilo de bombones; no sabía si Loly podría comerlos, pero no quise llegar con las manos vacías y otra cosa no se me ocurrió.
Cuando Loly me vio, al principio no me reconoció; ¡claro, si hacía añares que no nos veíamos! A ella la noté mayor pero entera y al verla, comprobé una vez más que el espíritu más que la fuerza física, es lo que mantiene firme a las personas. Me presenté recordándole quién era yo y se sintió tan feliz de verme, que no paraba de hablar mientras me tomaba las manos. Por momentos se reía alegre y festejaba el hecho de que hubiese alguien de su sangre que se interesara en ella. Recordó una y otra vez en distintas anécdotas, su infancia y juventud compartidas con mi padre. Me preguntó por mi madre y le contesté que había fallecido. “¡Sí, ahora me acuerdo, perdón; en aquella oportunidad me tomé la botella entera de guindado y además de agarrarme una pataleta al hígado, me duró la resaca tres días!”. “¿Qué festejabas?”, le pregunté tratando de no considerar ideas rechazables. “¡No!”, me dijo abochornada, “¡fue de la pena nomás!... Igual, ella a mi hermano nunca lo entendió”, aseguró; “¡él se equivocó al casarse con esa intrigante!”. “¡Tía, estás hablando de mi mamá!”, chillé indignada.
Me pidió disculpas y levantándose de su silla, me invitó a caminar por el parque del geriátrico. A pesar de sus 70 años, tiene una agilidad tremenda; se conserva delgada y fuerte, además de mantener su lucidez mental a punto caramelo. Noté por momentos, que igual se le cruzan un poco los cables y se le amontonan en su mente, vivencias de hace años con otras más recientes y hace flor de ensalada en sus relatos; pero a mí igual me parece interesante y, las más disparatadas, me hacen reír a boca plena. Como dicen que la risa es salud, no desaprovecho la oportunidad. ¡La gente se ríe tan poco en la actualidad! Digamos que he visto que algunos se ríen, pero de otros, y eso no cuenta para la salud, porque ya de por sí es un rasgo enfermizo. ¡Distinto es reírse con el otro, ahí sí me prendo!
Caminando debajo de la arboleda, se puso triste y empezó a pucherear. Mientras me contaba de su angustiosa soledad familiar, comenzó con una seguidilla de ventosidades que no pudo controlar. ¡Un horror! Al final, con un ademán que sugería que le daba igual, dijo como para sí misma: “¡Ma sí, yo no voy a perder una tripa por nadie!”. Cuando vio mi cara de espanto, me aclaró: “No creas que soy siempre así o que me he convertido en una vieja asquerosa, pasa que las emociones ¡me aflojan todo!”.
Saqué de mi bolso unos pesos y extendiéndoselos, le dije que no era mucho, pero que le iban a servir para algunos gastos. “¡Me tengo que ir, tía!”, le dije con pena. “Siento que fue bueno habernos encontrado nuevamente; tengo muy buenos recuerdos de mi niñez junto a vos. En cuanto pueda, vengo otra vez a visitarte y tal vez algún día, te lleve un finde a pasear a casa”. “¿Y por qué no ahora?”, me preguntó con cara de niña desvalida. “Tía, ahora no puedo”, le expliqué acongojada; “vine en colectivo y además, primero me gustaría conversarlo con mi marido y mis hijos…”. “¡Nos vamos en remis, yo pago!”, me sugirió re-enganchada con la idea de irse de allí. “Además”, siguió diciendo, “¿qué tenés que consultar o vos no mandás en tu casa?”. La miré buscando la forma menos dolorosa de decirle que no la podía llevar así, de sopetón; que tendría que ver dónde arreglarle un lugarcito para dormir. Los chicos tienen sus cuartos repletos y además están acostumbrados a su intimidad, no los veía durmiendo acompañados de la tía Loly. “¡Dale, Fía, llevame! Te puedo ayudar en la casa, puedo planchar, cocinar, ¡todavía estoy fuerte, dale!”. “¡Pero tía!”, casi chillé arrinconada por su desesperación de venirse a vivir conmigo. “Mirá Fiancita, yo te juro y te aseguro que si me llevás hoy a tu casa, si me dejás vivir con ustedes, puedo ayudarte con los gastos; tengo la pensión italiana de cuando ejercí de maestra allí y también cobro la jubilación argentina, que es un chiste pero suma; además puedo hacerte compañía, hacer de abuela para tus hijos, de madre para vos y también tengo algunas cositas invertidas que ya veríamos qué uso les querés dar…”. “¡Tía, no me hagas sentir mal!”, le pedí desarmada y con la angustia de tener que escuchar a otro ser humano suplicando por amor, compañía, calor de hogar. En ese momento, supe por qué en Tuya nuestros viejitos que tienen familiares no van a un hogar. No es por decreto, ni por el qué dirán, ni porque no queda otra; los cuidamos hasta que mueren, porque dentro de los más jóvenes, anidan todos los recuerdos poblados de amor y agradecimiento que guardamos de ellos.
En el viaje a casa (que hicimos en un remis confortable), ella me convidó unos caramelitos que me gustaban cuando era chica. Me acordé de cuando la visitábamos, en lo bien que me hacía sentir con su trato y su cariño; recordé a mi vieja, a mi padre y lloré bajito entre sus brazos.
Aparecimos en casa hace unas horas, con el remis lleno de bagayos mal atados y la mismísima tía Loly hablando a gritos, excitadísima por el entusiasmo de la nueva vida, que emprendería junto a nosotros. Era casi la hora de la cena. Raúl dormía porque había llegado hacía unas horas de San Luis con el camión cargado; los chicos estaban en el comedor, junto a la mesa, mirando Forrest Gump y se aprontaban a cenar una fuente de fideos. ¡La sorpresa que se llevaron! Ahí mismo, luego de presentarles a la tía Loly, les expliqué la situación y la decisión que había tomado de traerla a nuestra casa. Les dije que dejaba de llamarme Fianza Menditelli, si sabiendo que la tía Loly estaba solita en el mundo, la dejaba tirada en un geriátrico (por más lujoso que fuese), siendo nosotros de su familia. Cuando mis hijos salieron de su estupor (y mientras la tía Loly fue al baño, pisándole previamente la cola a Frutilla), me preguntaron: “Pero… mamá, ¿por qué nosotros?”. “¡Yo no la quiero en mi pieza!”, chilló Marianita; los otros dijeron: “¡Yo tampoco!”. Los miré a los tres, asumiendo una postura de seguridad y entereza, pensando que si no servía para liderar en otras cosas del mundo y de la vida, por lo menos sería una líder en mi casa; una líder de amor, justicia y valores morales, pero una líder al fin. Me miraban inquietos, como si no me reconociesen y les solté: “Ustedes son mi responsabilidad moral antes que física, mis hijos no pueden ser témpanos porque los hicimos con amor y el amor derrite al hielo. No pueden transformarse en seres deshumanizados; les reconozco sus derechos a su individualidad y a decir lo que piensen y sientan, pero en este caso, no hay tutía; bueno sí, hay y habrá tía para rato en esta casa y Dios quiera, sea así. Además, chicos, lo esencial es invisible a los ojos; lo dijo el que escribió “El Principito”, que es el libro más lindo de la Tierra. ¡Hijos!”, pedí, “¡piensen en ella como en la abuela que ya no tienen!”. Mis hijos no pudieron probar ni un bocado. Súbitamente se levantaron de sus asientos y dispararon como flechas a sus cuartos. Detrás de mí oí aplausos. Era Raúl, apoyado en el marco de la puerta, que me miraba con amor y alegría.
La tía Loly justo salía del baño y quiso hacerle cariños a Frutilla, a modo de disculpa por el pisotón, pero él salió maullando y con el lomo arqueado como si hubiese visto al diablo. Loly se acercó a la mesa y retirando una silla, se sentó mientras me decía complacida y feliz: “¡Uy, cuántos fideos sobraron!, ¿puedo?”. Le dije que sí con un movimiento de cabeza. De inmediato se puso a engullir desde la misma fuente. Me di cuenta que no comía por hambre físico, sino por la necesidad de llenar ese hueco que suelen dejar las ausencias, los desamores, los abandonos, en síntesis, la soledad.
Raúl observaba todo con la picardía pintada en su preciosa cara; vino hacia mí y con toda delicadeza, como si yo fuese de cristal, me ayudó a quitarme el abrigo que aún llevaba puesto. Me dio un beso con tanto amor como sólo él ha sabido hacerlo. Me acarició el pelo y me dijo: “Nena, todo va a estar bien”. Nos abrazamos fuerte y me largué a llorar con la cara apretada contra su pecho, tratando de que no me viese la tía.
Bueno, amigos, los dejo contándoles que por esta noche, Raúl dormirá en la cabina del camión y la tía Loly, conmigo. Mañana a la tarde tenemos partido en Tuya. No hay una cancha de fútbol, es un potrero bien cuidado, con dos arcos y un monte de eucaliptus, alrededor. Los hombres jóvenes y los no tanto forman el equipo de Tuya; los visitantes son de un pueblo que está a 40 kilómetros de acá. Después les cuento.
¡Hasta pronto y gracias por acompañarme!
Fianza Menditelli


PD: ¡Horror! Me olvidé de sacar el tubito de goma que puse detrás del ropero en el hotel. ¡Ojalá no sospechen que fui yo! ¡Qué bochorno sería, no volvería más a ese lugar!

viernes, 21 de agosto de 2015

Portal a Tuya "El bazar de la vida"


         ¡Hola amigos!
         Les cuento que ya fui a lo del doctor Chau-Ming; me revisó y me dijo que lo que tengo no son problemas óseos, sino de musculatura; dijo que estoy tan contracturada que necesito urgente un masajista, me cobró 300 pesos y me dijo que me fuera tranquila.
         Cuando salí del consultorio llamé a Rosita, una prima segunda que vive en Buenos Aires desde que se casó; es nacida en Tuya, pero en algún momento de su vida sintió que el pueblo y tanta simpleza la asfixiaba y se vino a la Capital; a los pocos días conoció a Hernán y se enamoraron irremediablemente. Se juntaron y varios meses después se casaron; de esto hace ya diez años. Rosita no puede tener hijos y hará cinco años, más o menos, tuvo una crisis existencial por ese tema y casi se separa. Tenía un raye impresionante, ¡pobre! Ella es re-buena, siempre está alegre y tiene un corazón de oro y cero maldad. Ahora parece que su matrimonio marcha sobre ruedas, que son felices y que le encontraron la vuelta para amarse por sobre todas las cosas que les puedan afectar o lastimar, como el hecho de no poder ser padres. ¡Pensar que Flor decidió no tener hijos y tal vez, ella sí pueda!
         Quedé con Rosita que tipo dos nos encontrábamos para almorzar (ella me invita a quedarme en su casa, pero yo prefiero el hotelito). A diferencia de ella, a mí me hace feliz vivir en Tuya y también darme cuenta del contraste entre una vida relativamente tranquila y otra totalmente desquiciada; hago este comentario porque cuando vengo a Buenos Aires, parece que la ciudad y su gente me van a tragar de un bocado.
         Mientras esperaba el colectivo local, miraba a la gente por las calles y veredas; todos parecen autistas, van hablando por el celular, caminan apurados e indiferentes, tienen la mirada desconfiada, no sé… En esta ciudad se nota bien clarito que les han sembrado tanto el miedo, que los han aislado a unos de otros; muchas personas están rodeadas por un abismo y hay escasos o ningún puente para llegar hasta ellas.
         En Tuya nos conocemos todos y también “hay de todo”. No voy a decir que allá es un paraíso, porque a veces hay despelotes y peleas, pero cuando hay que unirse, lo hacemos y todos tiramos parejo.
         A eso de las once de la mañana, después de lo del doctor, sentí frío y decidí entrar a un café Martínez (así se llama y está en la avenida Santa Fe). Pedí un café con leche con una porción de torta de ricota ¡asquerosa! (¡parecía de goma Eva!). El lugar se fue llenando de gente y resulta que entró un hombre con una nena de dos años (más o menos) cargada sobre sus hombros; detrás venía otra nena de siete años (calculé). El tipo ofrecía pañuelos carilinas, cinco paquetes por 10 pesos; saqué cuentas y no podía ser porque en cualquier negocio sale 2,50 el paquete. Me picó la curiosidad y no le saqué los ojos de encima; cuando vino a hacer circo a mi mesa y aunque me apenaron las nenas, lo rocié con DDT y no molestó más. A los cinco minutos (el tipo seguía dentro del local), una mujer se agarraba la cabeza y gritaba que le habían robado la cartera que tenía colgada en el respaldo de la silla. Yo vi cuando la nena más grande del “vendedor ambulante”, manoteó algo y salió corriendo. La señora estaba desesperada; dijo que en la cartera tenía las llaves, los documentos, el teléfono, dinero y un GPS. Por las dudas miré en mi bolso si el mío seguía allí, si no, ¡estaba frita! En Buenos Aires me pierdo, amén de que en mi cabeza los planos de catastro se invierten y cuando tengo que enfilar para el norte, agarro para el sur, por eso ando con teléfono con GPS. Cuestión: ¡a ese café no voy más, dejan entrar a cualquiera!
         La señora que sufrió el robo había pedido previamente unos tostados y un licuado; ni bien se quedó sin la cartera, vino la empleada que había tomado la orden a preguntarle si los sándwiches y el licuado marchaban igual; la mujer dijo que sí, que tenía algo más de dinero en el abrigo y se sentó a esperar. Yo la miraba con ganas de hacerme amiga para charlar un rato y que ella pudiese desembuchar su angustia, que a esa altura ya la estaba haciendo lagrimear; ella me devolvió la mirada con enojo, como para espantarme y que me deje de joder de estar mirándola tanto. Eso me decidió a ponerme de pie y acercarme a su mesa; ella me observó entre sorprendida y desconfiada; me presenté y le pregunté si podía sentarme. “¿Qué buscás?”, me preguntó rabiosa. Le contesté que ser amable, nada más, que me parecía que ella era un ser humano con un dolor y yo otro ser humano, que quería demostrarle que me importaba lo que le estaba pasando, a pesar de no conocerla. “¿Cómo te llamás?”, preguntó. “Fianza”, le contesté. “¿Eso es un nombre o un apodo?”, quiso saber y obvio que a mí me dio risa, ¿cómo va a ser un apodo un nombre tan lindo y tan poblado del amor que le puso mi madre cuando lo eligió para mí? Al final la mujer, a pesar de su amargura, se rió también de mi risa contagiosa y corriendo la silla, me dijo: “¿Sos de otro planeta vos?, ¡sentate!”. Charlamos largo y tendido. Ella me contó que estaba en Buenos Aires por unos días, que había venido a visitar a su único hijo y que pensaba buscarse un lugar tranquilo para vivir en otra provincia que no fuese acá ni en Córdoba, donde había vivido toda su vida. Me dijo que había vendido un caserón de dos plantas que tenía y le dio la mitad de la plata al hijo y con el resto se iba a comprar algo chiquito, para no tener que andar fregando mucho y así poder dedicarse a lo que ella amaba: la taxidermia. “¿Y eso…?”, le pregunté. “¡Embalsamo animales!”, dijo. “¡Qué asco!”, le contesté. “¡Nooo!”, saltó muy convencida y tan emocionada que pareció haberse olvidado del robo. “Dentro de un tiempo, Fianza, los animales no van a existir más, serán reemplazados por robots con formas de animales futuristas, perros con ruedas, vacas sin ubres, cosas así, entonces, gracias a mi trabajo, las personas van a poder plantarse frente a los niños y mostrándoles una paloma embalsamada darles la oportunidad de saber que en una época, las cosas olían a vida, no a chip y plástico, ¿entendés?”, terminó diciendo, con una sonrisa y una mirada que me hicieron pensar que estaba medio chapita o que seguía inconscientemente shockeada por el robo. Además, me quedé pensando que en Tuya hay miles de palomas y no solo torcazas (que son las más chiquitas), también abundan las monteras que tienen casi el tamaño de un pollo; hace años que tratan de terminar con las palomas porque enchastran todos los techos de las casas y los autos, pero no pueden; por eso me parece improbable lo que dice esta mujer: que un día no van a existir palomas. ¡En Tuya crecen de a racimos!
         Cerca de las doce y media me hablaron las chicas desde casa y también Gonzalito que se había quedado a almorzar con Ringo Walter en el taller. Flor y Marianita comieron bifes con cebolla y puré a la reina (ese que lleva yema de huevo); al perro y al gato les dieron hígado cortadito, vuelta y vuelta (crudo no lo comen).
         También hablé por teléfono con Raúl y me dijo cosas re-lindas; me emociona cuando me dice que me extraña, lo que me espera cuando regrese y cosas así. ¡Qué sé yo, lo quiero tanto! “¡Escuchá flaca, escuchá si no es para estar juntitos!”, me dijo y subió el volumen del estéreo del camión, para que escuchara a Franco de Vita cantando “Solo tú”. ¡Me agarró una emoción! ¡Se me llenaron los ojos de lágrimas! Lucrecia (de apellido Boris), la mujer que me hice de amiga, sonreía cuando me vio hablando embobada con mi marido y me dijo: “¡Creí que amores así ya no existían!”. “¡Siii!”, le contesté, “¡en Tuya hay varios!” Me invitó a tomar mates al departamento del hijo, que quedaba a dos cuadras y fui, pero a condición de que dos menos cuarto me pudiese ir a reunirme con Rosita, para almorzar en el viejo almacén de la calle Suipacha; ella es habitué de lugares de ese estilo.
         Cuando llegamos al departamento de Taty (el hijo de Lucrecia), nos abrió la puerta una rubia despampanante con el pelo hasta su cintura de avispa; tenía los pechos como melones y un traste envidiable, piernas largas y bien formadas y estaba vestida que ni les cuento; sí les cuento. Llevaba puesto un vestido mini y escotado, en cuero negro, y unos zapatos rojos tipo suecos con tacos de diez centímetros. Toda maquilladita ella y sus uñas manicuradas y tan largas, me hizo pensar que seguro no hace nada, porque a mí siempre se me rompen con las tareas de la casa. ¡Me sentí una laucha, parada al lado de esta chica tan bien dotada por la naturaleza! Cuando pasamos a un living chiquito y decorado medio estrafalario, apareció un chico también precioso pero medio amaneradito; pensé: “¡Sonamos, el hijo de Lucrecia tiene la muñeca torcida!”. Para poner un poco de onda y disimular la sorpresa que me causó que fuese “así”, traté de simpatizar y con una sonrisa le dije: “¡Hola Taty!”. Mi nueva amiga me hizo que no con un dedito y me llevó a la cocina, donde la chica exuberante preparaba café y me dijo: “¡Éste es Taty!”. ¡Casi me caigo de la sorpresa! No porque me parezca rara la homosexualidad o sienta rechazo, no; yo quiero y acepto a todo el mundo. Pero todavía sigo chapada a la antigua y aunque quiero modernizarme, eso lleva su tiempo. Ser gay no es solo cuestión de sexo, me dijo Flor, sino una elección de vida. En mi barrio hay un chico que es así, amaneradito, y le gustan los muchachos, pero es más bueno que el pan y todos lo queremos. No, yo no discrimino, solo que Lucrecia debió ponerme sobre aviso, porque tengo problemas para adaptarme rápido cuando voy con idea de una cosa y me encuentro con otra.
         La cuestión es que ya no podía dejar de mirar a Taty, ¡diez veces más hermoso o hermosa, que sé yo, que una mujer nacida mujer! “¡Se opera en diciembre!”, me comentó Lucre. “¿A sí? ¿De qué?”, pregunté para que viera que todo bien, que ya me había habituado a la idea de su hijo-hija. Los tres se rieron y yo no entendía nada. “¡Ay!”, dijo al final Taty sacudiendo una mano hacia mí. “¡Pobre, no se rían que va a pensar mal de nosotros! ¡Me hago una chuchi, querida, de eso me opero!”. Juro que me atraganté con un amaretti que me habían convidado. No estaba preparada para que me dijese eso. Tosí hasta que se me llenaron los ojos de lágrimas y me quedó la garganta irritada. Me alcanzaron un vaso de agua y mientras me sosegaba, me imaginé a Gonzalito diciéndole una cosa así al padre que es homofóbico. ¡Lo pulveriza si sale con algo así!
         Bueno, pero la verdad es que Taty, su mamá y el novio de Taty, Facundo, son tres seres muy dulces; están llenos de luz y estoy contenta de contarlos entre mis amigos. Seguro que cuando llegue a Tuya y diga que tengo un amigo que es más hermoso que todas las mujeres del pueblo juntas, las viejas comadres van a salir a decir: “ésta se hace la liberada y va a terminar mal”. ¡Claro, para ellas que son del siglo pasado, al pan, pan, y al vino, vino! “Las cosas cambian, somos humanos y mutantes”, dijo Marianita y tiene razón, porque hay que seguir mejorando la raza. Por ahí todos pasamos a tener un mismo sexo o algo así y hacemos el amor tocándonos con los dedos. ¡Ay, no, pero yo no quiero! ¡Me gusta tanto enredarme con Raúl entre las sábanas! Bueno, como dice el padre Antonio: “¡dejemos las cosas en manos de Dios!”. Si desde el mono hasta nosotros fue para mejorar, ¿por qué me voy a hacer a la idea que los cambios no me van a gustar? Además, capaz que para entonces ya estoy mirando crecer rabanitos desde abajo, ¿no?
         Con Rosita almorzamos calamaretis fritos y un postre italiano (tarantela o algo así, que eligió ella). Después nos fuimos a un café y seguimos charlando hasta por los codos. Me invitó a pasar por su casa, tiene un piso en Libertador, ¡un lujo que no se puede creer! Los pisos brillan como un espejo; me imaginé lo que debía costar encerarlos y para no pisotear, le pregunté si tenía patines de trapo; sonriendo, me dijo que no hacía falta, que los pisos estaban “plastificados”. Tomamos un té de yuyos (esa costumbre se la trajo del pueblo) y me regaló un montón de ropa para las chicas. Más tarde propuso que de camino al hotel, pasáramos por un lugar divertido, que ella tenía que hacer unas “compritas” a pedido de Hernán, y acepté. Fuimos en su auto y dejé todo el bolserío en el baúl. Me llevó a un negocio que parecía una casa china, afuera tenía escrituras en chino y obvio que no pude entender qué decían. Entramos por un pasillo largo y nos recibió una mujer grandota y joven, que no me sacaba los ojos de encima y me mostraba la puntita de su lengua. Yo decía: “¡Rosita, vamos, son raros, vamos!”. Mi prima se reía y me contestó que no fuera “mojigata”, “te vas a deslumbrar, ¡vení!”, me dijo y me empujó a un local atestado de cosas indescifrables para mí, hasta que miré una por una y me explicaron lo que eran. “¿No estaremos en un prostíbulo, no?”, le dije a Rosita. “¡Mirá que Raúl me mata!”. Ella no paraba de reírse. Vi que tenía la punta de la nariz blanca y le dije que se limpiara el azúcar. Ella volvió a reírse con más ganas todavía. La “torti” y el salame que atendían el local también se reían, ¡seguro que de mi actitud!  ¡No digo que lo hiciesen con maldad, porque para ellos, yo tan pueblerina e ignorante, debí ser tan cómica como ellos para mí, tan disfrazados, pintarrajeados y en medio de aquel caos de artículos del sex-shop, que al final me dijo Rosita que era!
         “Amor”, me decía la grandota, “¿vos no tenés juguetitos?”. Yo me puse morada de vergüenza cuando la vi zarandear toda clase de miembros flexibles ante mis ojos; ¡ni le contesté! Me fui a la carrera hasta la vereda y me quedé esperando a mi prima. A los quince minutos apareció con una bolsa mediana repleta de cosas que me quiso mostrar y no quise ver y otra bolsa chiquita con algo adentro. “¡Abrilo!”, me dijo. Le saqué el broche despacito y espié el interior de la bolsa. “¡Sacalo, boba!”, me apuró Rosita. Metí la mano y toqué algo gomoso, blandito. “¿Y?”, me preguntó. “¡Dale, sacalo, es para Raúl!”. Cuando dijo así me picó la curiosidad y quise ver de qué se trataba; necesité saber qué cosa podía ser que le gustara a Raúl que saliera de aquel antro. Lo que tenía en mi mano era un cilindro de goma o silicona, de quince centímetros de largo con un agujero en el centro. Rosita me lo quitó y metiendo y sacando su dedo índice, me dijo: “¡Así!, ¿ves? Es la chuchi, suplente de las mujeres de los camioneros”. La volvió a meter en la bolsa y se mataba de risa. Yo me sentí angustiada, nunca se me ocurrió que una porquería de goma pudiese hacer de “suplente” a mi “cosita”, que Raúl dice que es la mejor del mundo para él.
         Mi prima me llevó hasta el hotel y yo quise fingir que me olvidaba esa cochinada que compró para Raúl, pero ella me madrugó y dándome un beso me dijo: “¡Tomá, no te olvides del regalito!”. Es todo un problema, porque las mucamas de los hoteles te revisan las cosas cuando limpian y si ven este aparatito, ¡vaya a saber qué piensan de mí! Como es de goma pude meterlo entre la pared y el ropero. Cuando me vaya lo saco y lo tiro por el camino.
         Pensaba irme esta noche a casa, pero Rosita me dijo que la tía Loly, hermanastra de mi padre, está en un geriátrico de San Telmo y decidí que la voy a ir a visitar.
         Los dejo y otra vez gracias por visitar mi blog.


                   Fianza Menditelli